miércoles, 28 de diciembre de 2011

Fiestas

La lluvia arranca trozos de cielo
(aquel que sostuvo que eran lágrimas
mentía). La farola refleja
un rostro que conserva los sueños.
Sonríe. Lleva tres pedacitos
De estrella en los labios y el bosquejo
De un sol que agota la madrugada.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El Patriarca (Microteatro)

La acción transcurre en una casa antigua. En el centro de la escena una mesa, un sofá con un bastón apoyado a su derecha. A cada lado de la mesa una silla.

Rosalía, de pie, junto a la silla de la izquierda, se arregla la ropa mientras mira a la parte derecha. Por allí entra Edgar. Ella sonríe. Él está confuso.

ROSALÍA.- ¡Edgar, has venido! Creí que... (Pausa) ¡Gracias!

Edgar avanza. Ella también. Se dan un beso junto a la silla de la derecha.

EDGAR.- ¿Está en casa?
ROSALÍA.- No lo sé (Pausa) Aparece y desaparece como una sombra (Pausa) ¿Y el equipaje?
EDGAR.- En el hotel.
ROSALÍA.- Creí que... he cambiado las sábanas y... bueno, he limpiado tu habitación. Está como la dejaste. ¿Quieres verla?
EDGAR.- No.
ROSALÍA.- De acuerdo. (Silencio) Siéntate, al menos.

Edgar se sienta en el sofá. Ella a su lado.

ROSALÍA.- Hace diez años que marchaste, hermano. ¿Te das cuenta? Aún éramos jóvenes. (Pausa) El tiempo pasa.
EDGAR.- ¿Y este bastón?
ROSALÍA.- Lo compró hace un mes. Pagamos por él casi cien euros.

Edgar coge el bastón.

EDGAR.- Entonces está en casa.
ROSALÍA.- Lo dejó ahí el mismo día que lo compró.
EDGAR.- ¿No lo utiliza? ¿Ni siquiera cuando sale a la calle? (Pausa) ¿No está?
ROSALÍA.- ¡Yo qué sé! Es como si no estuviera nunca. No me entiendes ¿Verdad?
EDGAR.- No, no te entiendo.
ROSALÍA.- Es una marioneta la que, a veces, avanza por el pasillo, o se sienta a mirar la televisión.
EDGAR.- ¿Qué le ocurre?
ROSALÍA.- Los años. (Pausa) Necesito hablar contigo. Tengo que contarte algunas cosas. (Pausa)
EDGAR.- Creí que estaba enfermo.
ROSALÍA.- Lo está. Escucha... No puedo más, Edgar. Su vida me consume ¡Escucha! Dispone de mi voluntad sin que pueda negarme a sus caprichos.
EDGAR.- ¿Por qué dices eso?
ROSALÍA.- Porque me domina. A veces me rebelo y lucho contra él. Pero es más fuerte, y sabe cómo destruirme.
EDGAR.- ¿Necesitas ayuda?
ROSALÍA.- ¡Necesito hacer mi voluntad, no la suya! (Pausa) Además, es cruel (Pausa) Se ha hecho cruel (Pausa) ¿No quieres saber por qué? (Grita) ¿No quieres saber?
EDGAR.- ¿Está en casa?
ROSALÍA.- No lo sé. No saluda cuando entra ni dice adiós cuando sale. Me desprecia.
EDGAR.- No te desprecia.
ROSALÍA.- El jueves vino un vendedor de libros. Yo no estaba en casa. ¿Sabes lo que ocurrió? ¿Sabes qué hizo? ¿Eh? ¿Te imaginas qué hizo? (Pausa) Compró los “Episodios Nacionales”. Veinticuatro volúmenes. ¡Mil doscientos euros! ¿Te parece normal?
EDGAR.- Es su voluntad.
ROSALÍA.- ¿Cuándo ha leído un libro? Dime ¿Cuándo lo ha leído? ¡Jamás! Ni siquiera miraba las portadas (Pausa) No entiendes lo que ocurre ¿verdad? ¡Quiere humillarme!

Se abre la puerta del fondo y aparece el padre. Viste bata roja y sandalias con calcetines negros. Edgar se levanta e intenta ir hacia él, pero cae torpemente en el sofá.

PADRE.- Sin tanta solemnidad, por favor. Encantado, joven, puede tomar asiento. Volveré en un rato (Camina hacia la izquierda) ¡Paciencia! (Sale)
EDGAR.- No me ha reconocido.
ROSALÍA.- Lo que no puede ver, no existe...
EDGAR.- Pero...
ROSALÍA.- Ni ha existido jamás.
EDGAR.- Sin embargo...
ROSALÍA.- No mira a su alrededor, sólo imagina. Edgar, tú no existes (Pausa) ¿Sabes qué hizo la semana pasada?
EDGAR.- ¿Cómo quieres que...?
ROSALÍA.- La semana pasada gastó ochocientos euros en una peluca horrible.
EDGAR.- ¿Para disimular su calvicie?
ROSALÍA.- ¡Una peluca naranja! (Pausa) Sobrepasó el límite. Ayer fui a hablar con un abogado.
EDGAR.- ¿Un abogado? ¿Por qué?
ROSALÍA.- Para controlar los gastos. Podemos hacer una solicitud para que yo sea su tutora legal.
EDGAR.- No me gusta la idea.
ROSALÍA.- ¿Quieres que se arruine?
EDGAR.- Por supuesto que no. (Saca unos papeles y se los entrega a Rosalía)
ROSALÍA.- ¿Qué es esto? (Lee) Es un contrato.
EDGAR.- El vecino quiere comprar este piso. Su intención es tirar la pared y así ampliar el suyo.
ROSALÍA.- Pero el piso no es nuestro.
EDGAR.- ¡Ochenta mil euros, Rosalía! ¿Te figuras cómo sería tu vida con tanto dinero?
ROSALÍA.- No podemos venderlo.
EDGAR.- Nosotros no.

Pausa. Aparece el padre por la izquierda y los mira.

PADRE.- Rosalía, ¿dónde están las galletas?
ROSALÍA.- No quedan.
PADRE.- ¿Cómo es posible? Esta mañana las he desayunado.
ROSALÍA.- Y mañana las desayunará de nuevo. Pero no a estas horas.
EDGAR.- Dale las galletas.
ROSALÍA.- Salen muy caras.
EDGAR.- Si quieres que firme es mejor que esté de buen humor.
ROSALÍA.- Están detrás de los platos.

Sale el padre por la izquierda.

ROSALÍA.- Tú le odias. ¿Verdad?
EDGAR.- ¡Rosalía!
ROSALÍA.- ¿Qué te importa su vejez? Que muera pronto ¿no es eso?
EDGAR.- ¿Por qué hablas así?
ROSALÍA.- ¿Has pensado qué hará si vendemos el piso?
EDGAR.- Dentro de un par de años esta cueva no valdrá ni la mitad ¿Por qué esperar? Además, hermana, te conozco muy bien. Deseas el dinero tanto como yo.
ROSALÍA.- Pero yo lo he cuidado. He estado aquí estos diez años...
EDGAR.- Chupando su dinero.
ROSALÍA.- ¡Te odio!
EDGAR.- Tal vez no tengas que verme nunca más.
Aparece el padre por la izquierda.

ROSALÍA.- Ahí le tienes, en la puerta, con los ojos vacíos.

Edgar guarda el contrato y se levanta. El padre llega hasta el sillón y se sienta. Edgar se sienta a su lado y Rosalía en la silla de la derecha.

PADRE.- He dejado el vaso en la cocina.

Rosalía sale.

PADRE.- ¿Come mucho arroz?
EDGAR.- De vez en cuando.
PADRE.- El arroz es bueno para el hígado, o para los pulmones, o para el estreñimiento, o yo qué sé. Hágame caso. ¿Puedo darle un consejo?
EDGAR.- Claro.
PADRE.- Nunca tenga las defensas bajas. Y, si es posible, haga subir a la media. Sólo de este modo es posible un buen resultado.

Rosalía regresa con un vaso de leche y un plato de galletas.

PADRE.- ¡Ah! ¿Qué le decía? (Pausa) Si no le importa, joven, necesito espacio para comer.

Edgar se sienta en la silla de la izquierda.

PADRE.- ¡Rosalía!
ROSALÍA.- Di, padre.
PADRE.- ¿Padre? ¿Por qué? Humm ¿Puedes traer un vaso de agua?
ROSALÍA.- ¿No quiere la leche?
PADRE.- Se está volviendo blanca.

Rosalía sale.

PADRE.- ¿Sabía usted que la leche sale del arroz? Porque yo lo ignoraba.
EDGAR.- Yo también lo ignoraba. (El padre le observa. Pausa)
PADRE.- ¿Quiere otro vaso de agua?
EDGAR.- No, gracias. No tengo sed.
PADRE.- Yo diría que sí.
EDGAR.- No, no, se lo aseguro.
PADRE.- ¿Quién ha muerto? (Pausa. Más fuerte) ¿Quién ha muerto?
EDGAR.- No lo sé.

Entra Rosalía con un vaso de agua.

PADRE.- (Sin verla) ¿Quién ha muerto?
ROSALÍA.- Nadie ha muerto.
PADRE.- ¿Cómo es posible? En una ciudad de cuatro millones de habitantes alguien tiene que haber muerto.
ROSALÍA.- Mueren muchos, pero no les conocemos.
PADRE.- ¿Por qué no les conocemos? ¿Eh? (Pausa) ¡Oh, podría ahogarme!
ROSALÍA.- ¿Qué ocurre?
PADRE.- Demasiado líquido. Quita un poco de agua.
ROSALÍA.- Sí, padre.

Rosalía sale.

PADRE.- ¿Padre? ¡Ah, ya sé por qué me llama padre! (Hace una señal en el aire)

El padre se quita las sandalias y los calcetines. Deja uno sobre su regazo y el otro lo estira hasta que rompe la costura del fondo. Coge el que tiene sobre el regazo y repite la misma operación. Rosalía, que vuelve con el vaso, le ve hacer el esfuerzo.

ROSALÍA.- ¿Qué hace, padre?
PADRE.- ¿Cómo padre? ¡Ah, sí, no lo recordaba! (Repite el gesto anterior, que ahora parece una cruz) Remiendo.
ROSALÍA.- Pero no remienda. Está rompiendo los calcetines.

El padre se coloca los calcetines en los pies, con los dedos al aire

PADRE.- ¿Por qué ocultar una de las bellezas del hombre? ¿Hay algo más erótico?
ROSALÍA.- Los pies no son bellos.
PADRE.- Sí lo son.
ROSALÍA.- Son horrorosos. Una deformación del cuerpo.
PADRE.- Escucha y aprende: lo más hermoso en un hombre son los dedos de los pies.
ROSALÍA.- ¿Tú que opinas?
EDGAR.- Me parecen... bonitos.
ROSALÍA.- ¡Edgar!
PADRE.- ¿Edgar? Tuve un sueño llamado Edgar. Tal vez no fue un sueño, sino un hijo. Lloraba mucho. Con frecuencia se escondía debajo de mis alas. Debía ser un polluelo.
ROSALÍA.- Usted no tiene alas.
PADRE.- Pero las tuve. (Pausa) Un día el sueño huyó de aquí, ¿o fue el polluelo...? Y me rompió las alas ¿Por qué le cuento esto? ¿Sabe de pollos?
EDGAR.- Sé de alas rotas.
PADRE.- ¿También ha quebrado alguna?
EDGAR.- ¡Padre! ¿No me conoce?
PADRE.- ¿Padre? (Hace el gesto, que es claramente una cruz) ¿Está bautizado? (Edgar mira a Rosalía y asiente) Entonces no necesito el agua. Rosalía, trae una copa de vino.

Rosalía sale. El padre se registra los bolsillos y saca un trapo negro que coloca sobre los hombros. También una peluca naranja que se coloca en la cabeza. Rosalía vuelve con un vaso de vino y un plato con varias galletas redondas. El padre coge el vaso de vino con una mano y una galleta en la otra.

ROSALÍA.- ¿Qué va a hacer, padre?
PADRE.- Lo que se hace en estos casos. ¿Tenéis los anillos?
ROSALÍA.- ¡Es absurdo!
EDGAR.- ¡Calla!
ROSALÍA.- No me casaré contigo.
EDGAR.- ¿Acaso es sacerdote?
PADRE.- ¡Hermanos! Hemos venido a unir en santo matrimonio...
EDGAR.- Faltan los testigos.
PADRE.- ¿Qué dice?
EDGAR.- Que faltan los testigos. No se puede celebrar una boda sin testigos.
PADRE.- Rosalía y yo seremos tus testigos; tú y yo seremos los de ella.
EDGAR.- ¿Y el contrato? Hay que firmar un contrato.
PADRE.- No es necesario ningún contrato.
EDGAR.- Al contrario, padre. Si no hay contrato no hay boda. El contrato es lo más importante. Suerte que siempre llevo uno encima ¡Y por triplicado!

Edgar saca un papel del abrigo y lo pone encima de la mesa.

PADRE.- ¿Qué es esto?
EDGAR.- ¡El contrato nupcial! (El padre intenta leer. Edgar le quita el papel de las manos) Son sólo palabras.

El padre se inclina sobre la mesa y derrama el vino sobre el papel. Rosalía se levanta con rapidez, saca un trapo del bolsillo y limpia la mesa.

EDGAR.- Suerte que aún me quedan dos copias.

Edgar deja otro papel sobre la mesa.

PADRE.- Continúo. Hermano Atanasio ¿Quieres a Rosalía por esposa?
EDGAR.- No me llamo Atanasio.
PADRE.- No importa. Di que no la quieres.
ROSALÍA.- ¡Papá!
PADRE.- Habla, Atanasio. No la quieres y nunca la has querido. Confiesa, y os caso. El amor es un problema de convivencia. Si hay amor me niego a casaros...
ROSALÍA.- ¡Padre!
EDGAR.- No hay amor, nunca hubo amor ¿Verdad, Rosalía? (Guiña un ojo)
PADRE.- Entonces ¿No os amáis?
EDGAR.- De ninguna manera.
ROSALÍA.- Jamás he sentido por él tanto odio como esta noche.
PADRE.- Eso me figuraba. Podéis firmar.

Ambos lo hacen. El padre va a levantarse. Edgar lo retiene.

EDGAR.- Aún queda un detalle.
PADRE.- ¡Ah, sí, sí! Disculpa.

Se inclina sobre el contrato y vuelca el vaso de leche sobre él. Edgar se levanta, furioso. Rosalía limpia la mesa y le mira. Edgar se calma.

EDGAR.- (Muy amable) Aún tengo el último ejemplar.

Lo deja sobre la mesa. Vigila al padre.

ROSALÍA.- ¿Firmamos?
EDGAR.- Claro.

Ambos firman.

PADRE.- Puedes besar a la novia.

Intenta levantarse. Rosalía lo retiene.

ROSALÍA.- Padre, falta usted.
PADRE.- ¿Qué deseas que haga?
ROSALÍA.- Firmar... el contrato.
PADRE.- ¡Ah, claro, ya recuerdo!

Se inclina sobre la hoja. Edgar, nervioso, coge el vaso de agua. El padre lo mira con curiosidad.

EDGAR.- Tengo sed.
PADRE.- Ya se lo advertí hace un rato.

Edgar bebe de un tirón todo el vaso. El padre coge el bolígrafo.

ROSALÍA.- ¡Padre!
PADRE.- ¿Padre? Sí, claro.

Rosalía duda si detenerle. Edgar cruza detrás del sofá y la sujeta de las manos. El padre levanta el documento y lo agujerea con el bolígrafo.

PADRE.- ¡Oh, qué torpeza!
EDGAR.- No importa. Aún puede servir.
PADRE.- Entonces ¿firmo?
EDGAR.- Firme.

El padre se quita la peluca y mira a Rosalía.

PADRE.- ¿Lloras?
ROSALÍA.- No, padre, ¿por qué iba a hacerlo?
PADRE.- Aún estás a tiempo de impedir la boda.
ROSALÍA.- No, padre. Firme.
PADRE.- (Firma) ¿Eres feliz?
ROSALÍA.- (Abraza a Edgar) Sí.
PADRE.- Eso es bueno, porque ahora os tenéis el uno al otro. ¡Los dos polluelos! Yo os bendigo. Sí, tenéis mi bendición.

Comienza a romper el contrato en pedazos que introduce dentro de la peluca.

EDGAR.- ¿Qué hace?
PADRE.- Intento que esta unión no se deshaga jamás.

Termina de romper el contrato y tira los pedazos sobre ellos como si fuese arroz. Edgar se agacha a recoger los fragmentos. Rosalía le imita.

PADRE.- Por siempre, por siempre.
EDGAR.- ¡Viejo loco!

Coge el bastón por el mango y comienza a golpearles.

PADRE.- Por siempre saldréis de esta casa. Por siempre (Rosalía y Edgar huyen por la derecha) ¡Y juro que jamás volveréis a pasar por esa puerta!

domingo, 16 de octubre de 2011

Las Muchachas de Avignon


Esta noche, solitario,
Despierto, en mi habitación,
He soñado con Picasso,
He tenido una visión:
No me hacían ningún caso
Las muchachas de Avignon.

La primera, enojada,
No mostró ni compasión.
Puso cara avinagrada
Y sin dar conversación
Ni merecí su mirada
Ni me mostró atención.

La segunda, al contrario,
Me observaba con fijeza.
“Estás gordo” resumió,
y añadió, “por pereza”.
“Esa barba tan poblada,
tan densa, rígida y negra,
no me gusta”. “Pues lo siento,
no soy de otra manera”.
Y la dama, asombrada,
Levantó entrambas cejas.

La tercera afirmó
Que no le agradaba el arte
Pues era excusa de vagos,
Pretexto de maleantes.
Era inútil convencerla,
De poco sirvió hablarle,
Pues estaba convencida
De que yo era un tunante.
“A otra con ese hueso- gritó-
y camina hacia otra parte”.

La cuarta muchacha, orgullosa,
segura de ser hermosa,
Pero también de ser sabia
Me dijo: “Vamos, mueve esa labia.
Si me conquistas mis besos
Te llevarán a la locura.
¡Anda, trata de colocarte
verbalmente a mi altura!”.
Yo recité mil palabras,
Suavemente, una a una,
Intentaba que mis versos
Fuesen como el agua pura.
“No es suficiente- me dijo-.
Sufrirás, no tengo dudas”.

La quinta me daba miedo
Con  su expresión de enojo
Mientras guiaba sus ojos
Por mi barba y por mis cejas.
“Moisés- dijo- ¿por qué no dejas
que bese tu cara suave?”.
Y yo, asustado y amable,
Ante el terror de sus labios
No quise hacerle un agravio
Pero tampoco acercarme.
Fingí que miraba la hora
Y mostré mi desaliento.
“No sabe cuánto lo siento,
siempre despierto a la aurora,
tal vez en otro momento...”.
Abrí los ojos, y ahora
¡Les juro que me arrepiento!

lunes, 19 de septiembre de 2011

Desde el Azar

Seca la garganta, mudos los labios,
Siento la inexorable
Voluntad de ser otro, de perder (de perderme)
En el abismo en que gotea el arte
Y la luz se confunde, por eterna, con el frío
Clavado en la vertiginosa fuente
Que amenaza tormenta en las cuencas del alba.
No escuchas mi voz, sino una trompeta, una loca
Llamada al desconsuelo, sin respuesta,
Para que no pueda perder lo que no tengo,
Para que no pueda tener lo que ya pierdo,
Sin remedio, ni voto, ni lengua o duda.
Adiós. Pero no me despido porque marche,
No me muevo de este lugar, tan solo ocurre
Que no quiero saber, que desespero,
Que es larga soledad la que me acoge,
Que ya no alzo la voz, ni la sostengo, ni
Busco más azar que el que te excluye.

jueves, 25 de agosto de 2011

Por los Papeles. Microteatro.

ANALGESIO.- (Corriendo por la escena de derecha a izquierda) ¡Disculpe! ¿Ese coche es suyo? ¿Es suyo ese coche? ¿El coche suyo es ese coche el coche suyo? (Sale por la izquierda, regresa) ¡Perdone! ¿Es suyo ese coche? ¿Es coche suyo ese? ¿Es ese su coche es ese? ¿Es suyo el coche suyo es suyo? (Sale por la derecha)
BERBITORIO.- (Aparece por la derecha, viste chaqueta, corbata y pantalones cortos de color azul) ¿Se ha puesto por las nubes? No, y más allá. El hecho es que no hay quien pague el lecho, aunque agrade el hecho. Pero volvamos al hecho. Sin la aparición de las nubes no tendríamos este sofoco lunar, ese es el hecho.
ANALGESIO.- (Como al principio) ¡Disculpe! ¿Ese coche es suyo? ¿Es suyo el coche que es suyo? ¿El coche suyo es suyo? (Berbitorio. Se había parado y se encoge de hombros al ver salir a Analgesio)
BERBITORIO.- Vamos a consultar el reloj. (Se abre el botón de la chaqueta, observa su interior, después mira al cielo) No, tarde no debe ser, temprano tampoco. Este es el hecho.
ANALGESIO.- (Vuelve a entrar igual, choca en mitad de la frase con Berbitorio) ¡Perdone! ¿El coche es su...?
BERBITORIO.- Estoy en el suelo, ese es el hecho.
ANALGESIO.- (Pasando encima de Berbitorio) Ay, ay , ay, ay. ¿Qué hice? Estoy avergonzado. (Mirando a Berbitorio, sin acercarse) Pero permítame que le ayude, si no es molestia, de verdad. Así, poco a poco, no vaya a hacerse daño.
BERBITORIO.- (De espaldas a Analgesio) Ya estoy mejor, gracias.
ANALGESIO.- ¿Es suyo ese coche? (Señala a algún punto a la derecha, siempre con Berbitorio de  espaldas)
BERBITORIO.- (Estirando los puños de la chaqueta) ¿Cuál de ellos?
ANALGESIO.- El negro,  el azul, el verde, el magenta, el violeta... el gris plateado.
BERBITORIO.- Ese es mi coche.
ANALGESIO.- Mi enhorabuena más indiferente. Ha elegido uno de los mejores coches que se pueden elegir en el mercado.
BERBITORIO.- El hecho es que pagué. ¿Dónde está que no le veo?
ANALGESIO.- (Avanza hasta quedar frente a Berbitorio) Su dinero le costó pues le costó dinero. Espero que colme sus esperanzas y sea fuente de dicha.
BERBITORIO.- Me hace feliz.
ANALGESIO.- ¿Para cuando la parejita? ¿Eh?
BERBITORIO.- Bueno, aún no he encontrado la carretera adecuada, usted me entiende.
ANALGESIO.- Por cierto. (Ambos se miran en silencio, y se giran de tal modo que Berbitorio. No se mueve del espacio y Analgesio está al otro lado)
BERBITORIO.- ¿Cierto? No sé si es cierto.
ANALGESIO.- Espero que conozca la orden de la manifactura inferior de tráfico, dependiente de la manifactura central de tráfico que es vinculante con la manifactura superior de tráfico y con el gobierno de la nación en cuanto a que sus bases son las mismas aun cuando sus superiores, los jefes de sus superiores y los supremos dirigentes no tengan vínculo alguno.
BERBITORIO.- El hecho es que cada mañana leo los diversos boletines oficiales del estado y hago sus crucigramas. Pero el de hoy, precisamente, y me va a perdonar la trágica aunque obvia respuesta, no lo he leído.
ANALGESIO.- ¿Nadie le ha hablado de la nueva circular que entra en vigor hoy mismo la circular referente al pago del impuesto sobre la acera que ha impuesto la manifactura inferior de tráfico?
BERBITORIO.- ¡Maldita sea mi sombra! Asombrado me quedo, no tengo palabras. El hecho es que tengo palabras, pero ninguna responde. ¡Me creerá si le digo que jamás había oído hablar, ni siquiera a usted mismo, de esa circular?
ANALGESIO.- Lo creo, y creo que merece que le crea.
BERBITORIO.- Algunas veces me salto las normas, así es, pero sólo cuando yo lo decido. ¡Jamás por error!
ANALGESIO.- Así habla un buen conductor. No crea que no valoro cada letra que junta en sus discursos.
BERBITORIO.- ¡Pagaré lo que sea necesario por conseguir ese impuesto gratuito!
ANALGESIO.- Ya pago yo por usted. (Saca una cartera)
BERBITORIO.- ¡Ah, no, no! Permítame.
ANALGESIO.- De ninguna manera.
BERBITORIO.- El hecho es que quiero pagar.
ANALGESIO.- Me niego, bastante tiene con ser el propietario del coche.
BERBITORIO.- Está bien, pague usted.
ANALGESIO.- No puedo pagar el impuesto ¡Qué dirían de mí en la jefatura central de tráfico, que es dependiente en segundo grado de la jefatura superior! No puedo hacer nada, mi jefe, si se entera se echaría a llorar. Y no querrá molestar a ese ancianito.
BERBITORIO.- Por nada del mundo.
ANALGESIO.- (Se sienta) Tenemos un problema que tenemos.
BERBITORIO.-  (Se sienta) ¡Vaya problema!
ANALGESIO.- Es un problema, y lo es.
BERBITORIO.- Siempre es un problema tener un problema, ese es el hecho.
ANALGESIO.- Tengo la solución.
BERBITORIO.- ¿Has resuelto el problema?
ANALGESIO.- No. Creí tener la solución para un problema sin solución, pero no hay solución para un problema sin solución.
BERBITORIO.- ¿Ninguna idea?
ANALGESIO.- podríamos hacer el problema irresoluble.
BERBITORIO.- ¿Y tendría solución?
ANALGESIO.- No lo sé. Tal vez lo irresolvería.
BERBITORIO.- Sigamos pensando.
ANALGESIO.- Ehhhh, ehhh.
BERBITORIO.- ¿Lo tienes?
ANALGESIO.- ¿Cömo se dice? Interjección. Cuando se halla o descubre  algo que se busca con afán.
BERBITORIO.- ¿Eureka?
ANALGESIO.- (Gritando, se levanta de un golpe) ¡Eureka! Falsificaré el impuesto.
BERBITORIO.- ¿Pero eso es legal?
ANALGESIO.- Claro.
BERBITORIO.- ¿Seguro?
ANALGESIO.- ¿Alguna vez has leído en alguno de los boletines oficiales del estado que sea ilegal falsificar el impuesto de aceras impuesto por la manifactura inferior de tráfico?
BERBITORIO.- En el texto nunca lo vi. En los crucigramas tampoco.
ANALGESIO.- Decidido. Falsificaré el impuesto. (Saca un papel de la carpeta)
BERBITORIO.- ¿Y si me lo pide un inspector de la manifactura de tráfico? Se dará cuenta de que es falsificado.
ANALGESIO.- Los inspectores de la manifactura inferior de tráfico no se darán cuenta, quienes sí se darían cuenta son los inspectores de la manifactura central de tráfico, pero esos rara vez se levantan de la tumbona de la que nunca se levantan. ¿Cómo te nombran? ¿Cuál es tu qué nombre te dieron?
BERBITORIO.- Laurent de la Chemise blanche i short bleu.
ANALGESIO.- ¿Eres nacido en la Francia o naciste allí, en Francia?
BERBITORIO.- Soy Polaco, pero mi padre era ingeniero naval en Andorra, jamás salió del país. Mi madre, en cambio, no era ingeniero naval,y  no sé qué pudo ver en ella. Era una mujer vulgar, de origen húngaro, licenciada en humanidades, física, ajedrez y filología francesa. Me puso el nombre un día que andaba repasando sus libros de gramática.
ANALGESIO.- Ya está. Sólo falta la firma. (Berbitorio firma) ¿Cómo vas a pagar?
BERBITORIO.-  (Saca la cartera) ¿Un billete? ¿Varios?
ANALGESIO.-  Mejor varios será mejor.
BERBITORIO.-  ¿De qué colores?
ANALGESIO.- El negro,  el azul, el verde, el magenta, el violeta... el gris plateado.
BERBITORIO.-  No tengo billetes magenta.
ANALGESIO.-  Deja que mire (Observa la cartera y coge un billete de cada tipo). Uno gris, otro rojo, este verde... ¡y morado!
BERBITORIO.-  ¡No, el morado no!
ANALGESIO.-  Aquí tienes el documento. Y no olvides que es falso. Actualízalo cuando puedas.
BERBITORIO.-  (Se dan la mano) ¡Un placer!
ANALGESIO.-  El placer es mío el placer.

Analgesio sale por la izquierda. Berbitorio se guarda el documento en el bolsillo.

BERBITORIO.-  Necesitaba pagar el impuesto, eso es un hecho, y no puede ser rebatido. (Abre el coche con el mando) Y ahora a casa, que tengo hambre, y no hay ser en el mundo que lo pueda contradecir. Tengo hambre, eso también es un hecho.

Ruido de arranque de motor. Aparece por la izquierda Analgesio, corriendo.

ANALGESIO.-  ¡Espere! ¿Dónde va tan aprisa que no tiene intención de parar o qué? ¿Quiere apagar el motor sigue en marcha? (Se apaga el motor) Salga del vehículo, por favor.
BERBITORIO.-  (Su voz) ¿Cuál es el problema?
ANALGESIO.-  ¿Problema? Ninguno. ¿Puedo ver los papeles del coche? ¿Tiene algo que oculta usted algo?

Aparece Berbitorio, ahora viste camisa azul y pantalón corto blanco.

BERBITORIO.-  Aquí tiene los papeles. Uno a uno, sellados y reglamentados por los cargos más altos dentro de la jerarquía. Este, incluso, lo selló el ayudante del secretario del auxiliar del ministro, no le digo más.
ANALGESIO.- (Observa la foto del carnet de conducir) ¿Ha visto alguna vez a este hombre?
BERBITORIO.- No sé qué decir. La foto es pequeña, y el individuo no se molesta en sonreír. Además esa calva, la forma del cuello... creo que soy yo.
ANALGESIO.- ¿Este es, entonces, su permiso de conducir vehículos automóviles cuya masa no exceda de 3500 kilogramos y cuyo número de asientos, incluido el del conductor, no excede de nueve?
BERBITORIO.- Lo que ha dicho es completamente cierto. Parece que una luz le ilumine.
ANALGESIO.- Es un foco. ¿Cómo se llama usted se llama?
BERBITORIO.- Igual que hace unos minutos, es un hecho probado que no me ha dado tiempo a cambiar de nombre. Me llamo Laurent de la Chemise bleu i short blanche.
ANALGESIO.- En efecto. Es el mismo nombre que figura en sus papeles.
BERBITORIO.- Es mi costumbre conservar el nombre. Tuve un vecino que no lo hacía así, y uno no sabía cómo llamarlo. De lunes a miércoles era José, los jueves y sábados Pepe, Pepillo viernes y domingos, y los demás días Juan Carlos. Nunca me acordaba de cómo llamarle. Así que no le hablé más.
ANALGESIO.- ¿Y se sintió mal?
BERBITORIO.- Nunca me dijo nada.
ANALGESIO.- ¿No está al corriente del pago del impuesto sobre la acera? Ah, sí, debe de ser este papel debe ser el pago del impuesto. ¡Cómo! Esto es una falsificación.
BERBITORIO.- (Con orgullo) ¡Vaya si lo es!
ANALGESIO.- Una falsificación excelente. ¡Hasta podría pasar por auténtica!
BERBITORIO.- ¿Usted cree?
ANALGESIO.- El papel es oficial, y la letra tiene una caligrafía maravillosa. Cualquier inspector de la manifactura inferior de tráfico creería que el documento es válido. En cambio cualquier inspector de la manifactura central se daría cuenta enseguida de que no es así. Los inspectores de la manifactura superior no se molestan en bajar a la calle es una molestia, usted comprende.
BERBITORIO.- Una vez tuve un vecino al que no comprendía. Él intentaba comunicarse conmigo, pero era incapaz de entender una palabra. Llegué a ponerme de rodillas y pegué la oreja a su boca, pero ni aún así. El hecho es que no comprendía nada. Tuve la impresión de que balbuceaba, entonces me di cuenta de que era un bebé.
ANALGESIO.- Sí, los bebés hablan muy mal, y eso es culpa de los padres.
BERBITORIO.-  Y luego se creen que con unas babas y unas sonrisas todo está arreglado. ¡Tolerancia cero a los bebés! Eso es un hecho.
ANALGESIO.- Tiene usted un problema que tiene un problema que debe solucionar.
BERBITORIO.- ¿No puede hacer otra falsificación?
ANALGESIO.- Será lo mejor ¿Cuál es su coche? ¿El negro, el azul, el verde, el magenta, el violeta... el gris plateado?
BERBITORIO.- Sí, exacto.
ANALGESIO.- Ya está. He falsificado la falsificación es perfecta. Tiene incluso el ribete rojo que utilizamos en la jefatura. Nadie diría que no es auténtico, tan sólo los de la manifactura superior de tráfico, pero esos jamás salen del despacho. Entre nosotros: no quisiera ser uno de ellos.
BERBITORIO.- Que sea enhorabuena. No lo sea nunca.
ANALGESIO.- ¿Cómo me va a pagar?
BERBITORIO.- (Saca la cartera) Aún quedan billetes de varios colores y formas. ¿Uno de cada? ¿Tal vez dos?
ANALGESIO.- No es suficiente.
BERBITORIO.- Tiene razón. Vivir es cada día más caro. Aún me pregunto cómo es posible que sobreviva cuando el oxígeno está por las nubes. No tengo la respuesta, pero no importa. me gusta la vida, eso es un hecho. ¿El dinero? ¡Qué importa! ¿Quiere la cartera? Se la regalo. ¿Para qué la necesito? Cóbrese y que le vaya bien. (Le da la cartera)
ANALGESIO.- No tengo palabras, es el regalo más bonito que me han hecho. Espere, le recompensaré por su generosidad (Saca su cartera y se la muestra a Berbitorio) Llevo poco dinero, pero estoy seguro que no lo tendrá en cuenta.
BERBITORIO.-  (Rechazando la cartera) No, por favor.
ANALGESIO.- Insisto.
BERBITORIO.- No hace falta.
ANALGESIO.- Mire que me enfadaré si no toma la cartera.
BERBITORIO.- Está bien, pero lo hago porque me lo pide.
ANALGESIO.- ¿Ha visto mi cara de felicidad? Estoy orgulloso de usted.
BERBITORIO.- Tuve un vecino que se sentía infeliz. Para curar su ansiedad su psicóloga le recomendó...
ANALGESIO.- ¿Su ansiedad o su infelicidad?
BERBITORIO.- Era infeliz, lo que le producía ansiedad; y esa ansiedad, que no lograba dominar, le provocaba infelicidad.
ANALGESIO.- Un hombre complejo, sin duda un hombre complejo (Berbitorio asiente)
BERBITORIO.- (Cada vez más rápido) Tuve un vecino que se sentía infeliz. Para curar su ansiedad su psicóloga le recomendó...
ANALGESIO.- ¿Su ansiedad o su infertilidad?
BERBITORIO.- La ansiedad, que no dominaba, le provocaba infertilidad.
ANALGESIO.- Un hombre con complejo sin duda
BERBITORIO.- Tuve un vecino que se sentía muy fértil. Para curar su fertilidad su psicóloga le recomendó... (Se detiene en su rapidez. Ritmo normal) No recuerdo lo que le recomendó.
ANALGESIO.- ¿Qué le recomendó? ¿Qué no tuviera más niños?
BERBITORIO.- (Poco a poco, recordando) Tuve un vecino que se sentía infeliz. Para curar su ansiedad su psicóloga le recomendó que regalase aquellos objetos que le producían ansiedad. Entonces regaló los muebles, la casa, un coche y dos mil euros que tenía ahorrados.
ANALGESIO.- ¿Y se curó?
BERBITORIO.- No lo sé. Pero el coche funciona de maravilla.
ANALGESIO.- ¿Qué coche? ¿El negro, el azul, el verde, el magenta, el violeta... el gris plateado?
BERBITORIO.- Exacto ¿Cómo lo adivinó?
ANALGESIO.- Me gusta observar turismos. Ver cómo se contonean marcha atrás, cómo avanzan, decididos, sin temblores, entre curvas y rectas, tan poderosos y fugaces...
BERBITORIO.- ¿Y qué me dice de cómo aprovechan el peralte para no salirse por la tangente?
ANALGESIO.- ¡Oh, qué belleza! (Triste) Es algo que nunca podré experimentar.
BERBITORIO.- Todos tenemos limitaciones. Un coche, por ejemplo, no puede saltar. Esto es un hecho.
ANALGESIO.- Aquí tiene el documento. Debidamente sellado y firmado. No olvide que se trata de una falsificación. Cuando le sea posible adquiera el verdadero.
BERBITORIO.- Le estoy agradecido, eso es un hecho. (Se dan la mano. Analgesio sale por la izquierda) ¿Y yo no debo firmar el documento? Pues eso parece. ¡Malditas nubes, maldito sofoco lunar! Así no se puede vivir (Sale por la derecha. Vuelve al instante con Analgesio, que le trae sujeto por el cuello. Analgesio viste una americana azul y lleva puesta una gorra del mismo color)
ANALGESIO.- Se lo advertí, y ya no me queda paciencia.
BERBITORIO.- El hecho es que no lo entiendo.
ANALGESIO.- (Sin soltar a Berbitorio) He subido a mi oficina, tercera planta, despacho dos,  y me han recibido con la noticia de mi ascenso: soy nuevo miembro de la manifactura superior de tráfico. He bajado para comprar una botella de champán y mi intuición me ha dicho que alguien estaba cometiendo una irregularidad.
BERBITORIO.- ¿Le ha dado tiempo a subir a su oficina, tercera planta, despacho dos, y a que le recibieran con la noticia de su ascenso, ya que es nuevo miembro de la manifactura superior de tráfico?
ANALGESIO.- No hay tiempo que perder el tiempo es algo que no concibo ¿me entiende? Los papeles del impuesto de aceras, imagino, ya estarán legalizados...
BERBITORIO.- ¡Aquí están! Usted mismo me los dio.
ANALGESIO.- Esto ya no sirve. Es una falsificación atroz (Coge el papel y lo mastica)
BERBITORIO.- ¿Y ahora qué voy a hacer? No tengo dinero para pagarle... bueno, depende de lo que haya en su cartera (La saca y Analgesio se la quita)
ANALGESIO.- No tengo más remedio qué remedio me queda que denunciarle. Desde que soy miembro de la manifactura superior de tráfico me llevo un diez por ciento de la cuantía de la multa.
BERBITORIO.- Claro, claro, el hecho es que debe denunciarme. Tuve un vecino que siempre le decía a su hijo: nunca vayas donde debes.
ANALGESIO.- Curioso consejo.
BERBITORIO.- A él le vino bien: debía demasiado. Tenía más deudores que deudas, no le digo más.
ANALGESIO.- Acompáñeme a la comisaría de policía.
BERBITORIO.- Será lo mejor, no lo dudo.
ANALGESIO.- Hace demasiado calor.
BERBITORIO.- ¿Quiere que vayamos en mi coche?
ANALGESIO.- ¿Qué coche? ¿El negro, el azul, el verde, el magenta, el violeta... el gris plateado?
BERBITORIO.- Siempre se acuerda. ¿Quiere conducir usted?
ANALGESIO.- ¿Yo? Yo no tengo carnet de conducir me da miedo, demasiados pedales.
BERBITORIO.-  (Saliendo por la derecha, con Analgesio) Tuve un vecino al que le daba miedo conducir. Se metió un día en el coche, y ya no quiso salir más. No, no, en este caso el hecho ¡Es que se había muerto!

jueves, 4 de agosto de 2011

Heiffel. fragmento

Adolfino.- (Suspirando) ¡Esto es vida!
Castráñez.- Llevamos horas subiendo esta montaña, ¿y te sientes feliz?
Adolfino.- Mi vida, antes de conocerte, era monótona. Nunca hice nada interesante. Estuve cinco años con una mujer y me aburría tanto...
Castráñez.- Que la dejaste.
Adolfino.- No, me casé con ella. Pensábamos que, como matrimonio, todo sería más divertido. Y no lo fue.
Castráñez.- Y la dejaste.
Adolfino.- Ella decía que si teníamos niños lo íbamos a pasar fenomenal. Yo no quería tener niños, porque además hay que darlos de comer.
Castráñez.- Por eso la dejaste.
Adolfino.- Observábamos parejas con niños, y ¡caray! Sí que se reían. El mundo era una fiesta. Entonces tuvimos un niño. Pero era muy aburrido. Nunca decía nada, y encima había que darlo de comer.
Castráñez.- Fue cuando lo dejaste.
Adolfino.- Pero mi mujer decía: verás cuando sea un poco más grande, y pueda hablar, lo que nos vamos a reir. Y decidimos dejarlo crecer, porque veíamos que las parejas con niños que hablaban disfrutaban más que las otras. El niño creció y tuvimos que ponerle nombre, porque nos preguntó cómo se llamaba. Yo le dije que Oscar. A ver si nos salía tan ingenioso como Oscar Wilde. Pero jamás dijo nada interesante. Recuerdo que le decía: piensa un poco, Oscar, seguro que tienes algo gracioso que decir. Y él callaba. Yo no podía dejar de bostezar...
Castráñez.- Ahora sí que lo dejaste.
Adolfino.- Mi mujer se dio cuenta que las parejas con dos niños se lo pasaban mejor que con uno. Y le llamamos Joaquín. Pero era tan aburrido como Oscar, y además lloraba. Como lloraba en brazos de su madre, me lo pasaba a mí, yo se lo daba a Oscar y él lo devolvía a la madre. Fue el único momento divertido, porque un día, no recuerdo por qué, dejó de llorar. Y nos aburrimos de nuevo.
Castráñez.- ¡Ahí  lo dejaste!
Adolfino.- No, me dejó ella. Había comprobado que las madres solteras con dos hijos se lo pasaban mucho mejor que las madres casadas. Al principio me enfadé, pero luego comprobé que era verdad.
Castráñez.- Yo también vivo solo.
Adolfino.- No, si regresó conmigo a los seis meses. Se había aburrido tanto que se había dejado las uñas largas para capturar moscas entre los dedos índice y  pulgar.
Castráñez.- ¡Qué desagradable!
Adolfino.- Al principio pensé lo mismo, pero era muy útil para cortar patatas.
Castráñez.- ¿Tan largas se dejó las uñas?
Adolfino.- Una noche que me giré en la cama me clavó una de ellas y tuvimos que ir al hospital, porque me desangraba.
Castráñez.- Y se las cortó.
Adolfino.- No. Compró unos protectores para dormir.
Castráñez.- ¿Y no te daban miedo?
Adolfino.- Miedo, no. Sólo un poco de asco.
Castráñez.- ¿Las tenía sucias?
Adolfino.- Qué va. Pero en aquella época comenzó a trabajar en una peluquería, y, claro, para qué iba a usar tijeras. Además, las clientas lo preferían así. Algunas me paraban por la calle y me decían: su mujer tiene unas manos de oro.
Castráñez.-.- Porque era muy buena.
Adolfino.- No,  porque se pintaba las uñas de ese color.
Castráñez.- ¡Qué desagradable!
Adolfino.- ¡Por las uñas de mi mujer! Viene gente. (Se agachan)

sábado, 23 de julio de 2011

Monólogo del Jugador de Snooker

Una tarima pequeña, muy por debajo del actor. Un micrófono en el techo, sobre ella. Entra el jugador, despacio, mirando a los lados, asustado. Se coloca junto a la tarima. Va a apoyarse en ella, y es cuando se da cuenta de que está por debajo de su cintura. Hace un gesto a alguien entre el público, rogando que le cambien la tarima, después intenta levantarla un poco. Finalmente se encoge de hombros, saca un papel del bolsillo y lo coloca sobre ella.

Cuando me ofrecieron el premio, yo estaba de viaje.

Tose

Esto, después se achanta, ¿verdad? No tengo que decir la hoja de corrido, como si no tuviera pies. Claro, claro, ya va, un segundo.

Tose, con voz más altiva:


Cuando me ofrecieron el premio, yo estaba de viaje. Para mí es un orgullo defender a mi patria por encima del tren.... y del mar, con... ¿cómo dices que dije? Para mí es un orgullo defender a mi patria por encima del bien y del mal, con la satisfacción de sentirme querido.


Se aparta de la tarima y se acerca a un lateral, para hablar con alguien del público.

¿Quién ha escrito esta palabrería? ¿Qué tiene que ver el Snooker con la defensa del pais? Cuando levanto el taco lo hago por mi interés, no tengo intención de defender a nadie. ¡Que tengo que vivir de algo! Te diré lo que vamos a hacer, voy a decir lo que siento ¡No, no pienso improvisar! Diré lo primero que se me ocurra. El premio lo he recibido yo, y por eso yo decido. Enciende la cámara. ¿Qué está grabando? No quiero quedar como un pelele, ¿me oyes? Pues bien, allá va mi texto.


Coloca las manos en los bolsillos, mira de frente al público e intenta situarse debajo del micrófono, por lo que éste le golpea la cabeza. Con él sobre la cabeza comienza su discurso.

Paisanos y paisanas, vecinos todos de esta patria mía ¡Nuestra! Tengo el agradecimiento de decir, la suerte de contar, el orgullo y todo eso: me han nombrado Premio Nacional de Deportes. Y todo porque manejo el taco como nadie, ¡je! Tal vez algunos no sabréis qué hago en la vida, os lo voy a contar: juego al Snooker. El Snooker es el mejor deporte del mundo, vosotros lo confundiréis con el billar, pero no es así, es un juego distinto, aunque también tiene una mesa ¿Podemos traer una mesa de Snooker y otra de billar? ¿Podemos colocar aquí dos mesas?

Se acerca al lateral.

Para que la gente distinga un deporte del otro. No te entiendo ¿No te gusta lo que he dicho? Pues es mejor que aquello de la defensa de la patria y esas cosas que escribiste. Necesito una mesa, ¿puede ser o no? El público no va a entender por qué recibo el premio. Y la imagen es importante, eso me lo dijo mi representante hace unos meses. Yo me cuido, hasta me ducho a diario, para dar buena imagen. ¿No hay mesas? ¿Ni siquiera una de Snooker? No quiero que compres una mesa, puedes alquilarla. Bueno, da igual, sin mesa. Escucha, voy a leer el discurso que escribiste, pero luego seré yo quién decida si se emite. ¿Entiendes?


Se  coloca  junto al micrófono, y observa el papel. Lee sin ánimo.

Cuando me ofrecieron el premio... Para mí es un orgullo defender y bla, bla, bla ¡No voy a leer eso de nuevo! ¿Es necesario que lo lea? Está bien, repito. (sin interés) Cuando me ofrecieron el premio, yo estaba de viaje. Para mí es un orgullo defender a mi patria por encima del tren... del bien y del mal, con la satisfacción de sentirme querido. Por tanto, simplemente agradecer al señor ministro la entrega del premio.

Da la vuelta a la hoja, sorprendido.

¿Ya está? ¿Es posible? ¡Ah, no, no! Decir eso es decir nada. Es como... es como hablar de la pesca con mosca, y dar las gracias a las moscas. Yo quiero hablar de mi trabajo, de cómo levanto doce mil veces diarias el taco y cómo caen las bolas, cada una en su lugar, cuando son golpeadas. Hay arte en eso ¡Figúrate! Es una metáfora... no, es una metafísica de la vida. Pero ¿cómo contar mis sensaciones? Paso de seis a ocho horas diarias encorvado sobre una mesa, con los ojos puestos en las aristas inexistentes de unas esferas perfectas. No, demasiado complejo. Cada mañana somos golpeados por una bola, o algo así, que nos obliga a hacer algo que no deseamos. Sí, eso es profundo, pero ¿Qué ocurre cuando la bola que somos cae en el agujero sin fondo? Tiene que haber otra forma de contarlo... La luna es la bola blanca, eso es, la luna ¡La luna!


Abre los brazos como si quisiera sujetar el universo, cambia la voz a otra muy forzada.

Amigos, el snooker es el juego de los planetas. La luna es la bola blanca. Mercurio, que es rojo, es la bola roja. Venus, pues, digamos que la bola... negra. Sí, Venus es la bola negra. La tierra, la bola verde. Esta era sencilla. Marte... ¿no era Marte el planeta rojo? Entonces Marte la roja y Mercurio otra, la azul. (Se va cansando) Júpiter, ¡qué rayos sé cuál será Júpiter!


Vuelve al lateral

¿También te estoy aburriendo? La idea es que luego los planetas chocan, y se lanzan al universo, y se modifican las galaxias... sí, es aburrido.


Pensativo

No tiene que ser tan difícil... El Snooker es mi mundo, es un mundo, un mundo... ¡Ah, sí, ya lo tengo! ¡Graba, graba! ¡Ah, que sigues grabando!


Vuelve bajo el micrófono

Señores compatriotas: Una vez,  en algún lugar dentro de esta nación, nacemos. Todos hemos nacido, menos los que aún viven en el vientre de su madre, esperando su momento; tampoco los que aún no han sido fecundados, pero eso, de nuevo, es metafísica... ¡Oh, ya sé lo que quiero decir! Nacemos como pequeñas bolas que alguien coloca en una mesa, que es la vida. Y de color verde: porque venimos de forma natural, esto es, a la naturaleza. Sí, así, ¡así! Entonces, en la vida, nos encontramos con otras bolas, de otros colores porque son de otras razas, o de la misma si son del mismo color ¡Evidente!


Aparte, al lado de siempre

¡Esto marcha!

De nuevo al público

Pero la vida no es sencilla. Aunque intentamos hacer nuestra voluntad, siempre hay algo o alguien, mejor alguien, que nos maneja, que nos obliga a ir de aquí para allá. Es... es como un palo enorme, llamémosle taco, que nos lanza a descubrir mundo. Tal vez no lo hace de forma directa, tal vez son las otras bolas, las otras personas, las que nos mueven el centro, o nos conmueven, y nos hacen desplazarnos encima de la mesa.


Se emociona y tira del micrófono, que termina quedando por debajo de su cabeza. Entonces se agacha para que aún se le escuche.

Hasta que un día, el taco supremo se lanza sobre nosotros y nos condena al vértice de la mesa, nos hace regresar al agujero del que una vez salimos, que es como decir: ya hemos llegado a la muerte. Pues bien, todo eso, admirado público, todo eso es el Snooker. ¡Gracias de todo corazón!

viernes, 8 de julio de 2011

La Canción del Marinero

Marcho siempre a la deriva,
Viajo con rumbo extraviado,
En el corazón me guía
Un rayo de agua marina,
Un timón seco y quebrado.
Marcho siempre a la deriva
decidir es muy cansado.

Quise ser buen marinero
Porque el asfalto me aburre.
Quise ser buen marinero.
La paciencia me consume
Cuando no me lleva el viento.

Siempre he sido marinero
Con la barca en rebeldía,
Siempre he sido marinero
Desde el agua a la bahía
Desde la tierra hasta el cielo
Siempre he sido lo que quiero,
Sin el agua me aburría
En la mar todo lo tengo.

Quería atravesar los mares
Al verlos desde la playa,
Quería recorrer los mares
Pero los mares acaban
Y el recuerdo que me queda
Es el de espuma en el agua,
Es el de nubes y de algas.
Y es que el tiempo se consume
Pues navego hacia la nada.
Soñaba dejar las cumbres,
Tantos mares me rodeaban.

Luché, incansable, contra olas,
Contra vientos y mareas.
Siempre combatí las olas,
Y mi nave en las tormentas
Recortaba piedras, rocas.
Nunca pudieron las botas
doblegar su capitán
Y el miedo, que otros tendrán
Cuando inicien la faena,
Nunca torció mi certeza:
“Sé que el viento cambiará”.

El día que salí a la mar
El timón dejé en la tierra.
El día que salí a la mar
Arrojé al agua mis penas
A la tierra mis temores
Y fui lanzando canciones
Que hablaban de libertad.
El cielo ondeaba en la mar,
Sobre la tierra el adobe.
.

navegando a la deriva
Marcho siempre a la deriva
Es mi dirección la brisa
Y entre mi escaso equipaje
Llevo el brío de mi sangre
Mezclado con mi alegría.


Cuando la luna me espera
Con sus curvas entreabiertas
Siento que el agua me bate,
Y conteniendo la sangre
Me arrastro hasta la ribera,
Entonces la mar me apresa
Entonces me anima el aire.
Y el cielo, como de alambre,
Se tuerce de tal manera
Que mi piel, ya turbia y vieja
Florece y se vuelve carne.

Va mi voz como ceniza
Navegando a la deriva,
Con las manos entreabiertas
Siempre huyendo de la tierra
Viajando donde me llevan
Lámparas de agua y ventisca.
Y cada día a la deriva,
Siempre viajo a la deriva.

lunes, 20 de junio de 2011

Para Aliviar la Soledad

Para aliviar la soledad que me conmueve
Busco en tus vértices una caricia leve,
El roce de una piel que me estremece y canta,
Dos dulces labios que son nubes de garganta,
Y un éxodo incesante de amor y ternura
Que se derrame como nieve en levadura.

Para aliviar la soledad que me domina
Sirven tus dedos como miel sin medicina,
Y entre tus piernas que estremecen mi sudario
Dejo sin carne las hojas del calendario.
Hasta que el sol derrama piedra contra muro
Siempre pretendo reposar en el oscuro.

Para aliviar mi soledad busco tu encanto
Pues como extraña sombra entre tus pies levanto
La vida al aire, y así me saca del tormento
Ser o no ser entrelazado por el viento.
Pero tus labios deliciosos, aunque infames,
Siempre me gritan: ¡quiéreme, más no me ames!

martes, 14 de junio de 2011

Cortada en Hilos

Morena cortada en hilos,
Contra el humo desgastada;
De pliegues abruptos, secos,
De donde brotan las aguas,
De donde surge la vida,
De donde las manos callan...
Y se estrellan embriagados
dos monumentos de nácar.

Morena felina, ruda,
Leve sonrisa de lana,
Que bate el cielo entre nubes
Que torna, como por magia,
El malhumor en ventura,
La tristeza en suave escarcha,
Y la ausencia en mil recuerdos
Que buscan tomar su cara.

Morena de mil temblores
Culpables de mi garganta,
Que guarda un fuego tenue
Que cuanto más amenaza
Caer sobre mis dudas
Más sobre mí se abalanza
Para quebrar mis humores
Contra dos garfios que aplacan.

Morena forma de duna,
Lunera de mi camisa,
De furia leve y oliva,
Morena de rabia oscura,
Rayo de mi misma lucha,
Agua de mi misma vida,
Haces de mi boca trizas
Que luchan por tu ternura.

miércoles, 1 de junio de 2011

Variaciones sobre un Tema de Billy Wilder

Sala de una oficina de Nueva York. Es el despacho del director de seguros Keyes. Éste está sentado en el borde izquierdo de la mesa. En el borde derecho el director de la compañía. Sentado, al otro lado de la mesa, con gesto preocupado, Neff. Una bombilla ilumina débilmente el rostro de los tres personajes, de tal forma que cuando se mueven, pasan al oscuro.

Director.- ¿Cómo? ¿Me estáis diciendo que un hombre se hace un seguro de vida, al día siguiente se va de vacaciones y dos días después regresa la viuda a cobrar la indemnización?
Keyes.- Se fueron de vacaciones, eso es todo.
Director.- Es un absurdo. Una triquiñuela para cobrar. El marido tal vez ni existía. ¿alguien lo vio?
Keyes.- Él lo vio.
Neff.- Tenía barba, y muchas ganas... de irse de vacaciones.
Keyes.- Marchaba de vacaciones por Europa, con su mujer. Ella fue quien le propuso el seguro.
Neff.- Una mujer muy hermosa.
Director.- ¿Cómo de hermosa? ¿Lo suficiente para pagar el favor con caricias?
Neff.- No entiendo.
Keyes.- (Al director) Trata de tranquilizarte. Él se hizo un seguro, salieron de vacaciones  y tuvo un accidente, nada más.
Director.- ¡No es posible!
Keyes.- Claro que es posible.
Neff.- (Con voz débil) La gente se muere. Es desagradable.
Director.- ¿Cómo dices?
Neff.- Yo no quisiera que muriese nadie. La vida...
Director.- ¡Basta! (Fríamente) Necesito entender por qué lo hiciste, Neff.
Neff.- Ya le he explicado...
Director.- No tiene sentido, y lo sabes.
Keyes.- Neff es nuestro mejor agente. Es capaz de vender un seguro de vida a un recién nacido. Le basta con tintar la garra del muchacho, mientras la madre siente que está haciendo lo mejor por su pequeño.
Director.- Es absurdo.
Keyes.- Cobraremos por ese niño durante ochenta años.
Director.- (Colérico) ¡No me importa el niño! (A Neff) ¿Cómo pagará tu silencio? ¿Pondrá sus labios cruzados con los tuyos? ¿Dejará los muslos bajo tu ventana?
Neff.- ¿Qué ventana?
Keyes.- El muchacho está cansado, deja que se vaya. Escucha, en los negocios algunas veces se pierde, eso es todo.
Director.- (Sin escuchar a Keyes) Resumiendo: una mujer vino a verte y te propuso que hicieras un seguro de vida a su marido, te reúnes con él, acepta las condiciones sin rechistar...
Neff.- Así es.
Director.- El marido firma, marcha con su mujer a Europa, y a la segunda noche, sin testigos, cae al Sena, donde muere ahogado. Su mujer regresa al día siguiente, con intención de cobrar el seguro.
Keyes.- Según la autopsia él no tenía signos de violencia en el cuerpo.
Director.- Una autopsia que se hizo en ausencia de la viuda, que había abandonado en París el cuerpo del marido.
Neff.- Estaba... estaba dolida. Necesitaba descansar, huir de la pesadilla que amenazaba con quebrar su salud. Ella le quería.
Director.- Pero su esposo, a quien tanto quería, se descomponía en una morgue al otro lado del charco.
Neff.- Dijo que eso la hacía sufrir, se culpó por haber dejado su cuerpo en Francia.
Director.- ¿Por qué no se arrojó al Sena para salvar su vida?
Neff.- (Irritado) ¿De noche? Hubieran perecido los dos.
Director.- Y la compañía se hubiese ahorrado la indemnización millonaria que le debe.
Neff.- Eso es cruel.
Keyes.- (Intenta tranquilizar) Tal vez no lo quería tanto. Eso no significa que deseara su muerte.
Director.- Pero murió.
Keyes.- Por azar. Ambos eran jóvenes. Querían pasar unas vacaciones en París ¿Qué tiene eso de sospechoso? ¿Has estado en el Sena?
Director.- ¡No!
Keyes.- Una vez fui con mi mujer... no, con una amante, pero no importa. durante la noche iluminan una parte del río...
Director.- No me interesa.
Keyes.- Es romántico pasear junto a la orilla.
Director.- (Ha ido acercando su rostro al de Keyes) ¡Cá-lla-te-ya!
Keyes.- (Ha imitado el gesto del director, sus narices casi rozan) Además hay un puente maravilloso...
Director.- ¿Me has oído?
Keyes.- No es tan raro que en un ataque de amor, alguien tropiece y caiga al agua.
Director.- ¡Si dices una palabra más, estás despedido!

Se quedan en esa postura. Neff se levanta y se ve su cabeza por encima de los dos.

Neff.- Estoy cansado. Necesito dormir.
Director.- (Se separan bruscamente él y Keyes) ¿Cómo fue el primer encuentro?
Neff.- ¿Cómo?
Director.- (Se aparta de la luz) Sí, cuenta como fue. ¿Qué llevaba puesto ella?
Neff.- Un vestido, creo.
Director.- ¿Estaba hermosa?
Neff.- No lo recuerdo.
Director.- Llevas en esta empresa ocho años. Te he observado tanto como a cualquier otro de tus compañeros. No hay mujer en la que no te fijes (Neff sonríe) ¿Te pareció atractiva?
Neff.- Sí.
Director.- ¿El tipo de mujer que llevarías a tu apartamento un viernes por la tarde con intención de no salir hasta la noche del domingo?
Neff.- ¡Estaba casada!
Director.- Cuando vino a verte aún no lo sabías.
Neff.- No, no.
Director.- (Va subiendo las manos por el pecho de Neff mientras habla) ¿Qué sentiste mientras te tocaba?
Neff.- (Estalla) ¡Eso no ocurrió nunca!
Keyes.- Pobre muchacho.
Director.- ¿Te quieres callar?
Keyes.- Es nuestro mejor agente, si lo tratas mal, se marchará.

Comienzan a discutir fuera de la luz. Neff mira a uno y otro lado.

Director.- Ya lo creo que marchará, pero no con el dinero que nos ha robado.
Keyes.- No ha robado nada.
Director.- Puedo oler una mentira según es pronunciada, y todo lo que ha dicho es falso.
Keyes.- ¿Qué culpa tiene del accidente? No tienes pruebas.
Director.- No las necesito.
Keyes.- Tu actitud es absurda. Abusas de tu poder, nada más.
Director.- (Golpea la lámpara, que comienza a girar encima de la cabeza de Neff) ¡Basta!

Neff se levanta. Va a salir del radio de luz, pero es detenido por el brazo del director, que ahora está a la izquierda del espectador. Neff, a causa de la fuerza del brazo, se sienta de nuevo. El siguiente diálogo tiene lugar muy deprisa.

Director.- La segunda vez que viste a esa mujer... ¿Estaba desnuda?
Neff.- (Molesto) No.
Director.- ¿De qué color vestía?
Neff.- De varios.
Director.- ¿Qué llevaba puesto?
Neff.- ¿Perdón?
Director.- ¿Pantalón, falda?
Neff.- Pantalón.
Director.- ¿Blusa, camisa?
Keyes.- ¿Y eso qué importa?
Director.- ¿Blusa o camisa?
Neff.- Blusa.
Director.- ¿Cómo era la blusa?
Neff.- Oscura.
Director.- ¿Verde o azul?
Neff.- Sí.
Director.- ¿Era verde o azul?
Neff.-Azul.
Director.- ¿Azul claro?
Neff.- Sí.
Director.- Antes dijiste que vestía de oscuro.
Neff.- Hablé con esa mujer tres veces, probablemente mezclo los recuerdos.
Director.- Muchacho, llevo treinta años vendiendo seguros. Monté esta oficina con mis manos. Desde entonces he visto muchas desgracias. La gente muere, eso es irremediable, la vida se detiene, se acaba como se apaga la luz: de golpe. A veces mi olfato me dice que me están engañando. Puede que el cliente sea muy habilidoso, pero siempre hay un gesto que lo delata. Cada año ocurre lo mismo, por lo general por problemas económicos o venganza. Y no sé, no quiero saber, qué te motivó a engañar a la empresa, ¡qué más da!, Tal vez era el cometido que Dios te había ordenado, no seré yo el que juzgue tu destino.
Neff.- ¿Entiendes de qué habla, Keyes?
Keyes.- Escucha, muchacho, ya tendrás tiempo de hablar.
Director.- ¡Has ganado!
Neff.- ¿Qué es lo que he ganado?
Director.- No tengo forma de demostrar que esa mujer asesinó a su marido, salvo que contrate un grupo de abogados que se trasladen a Europa, y eso costaría mucho dinero. Tendremos, entonces, que negociar. ¡Keyes, trae otra silla!
Keyes.- (Le entrega la silla desde la parte derecha) ¿Cómo es posible que lo creas culpable de un crimen y quieras negociar con él?
Director.- Tú no estás aquí, no has escuchado mis palabras, ni las suyas, ¿has entendido?
Neff.- (Con las manos sobre la cabeza) Tenía problemas. En los últimos seis meses había vendido diez seguros, y... (mirando al director, desafiante) ¡Malditas comisiones, así no se puede vivir!
Keyes.- ¿Qué tienen que ver las comisiones? Te está ofreciendo un pacto.
Director.- Eso es. Un pacto, un sencillo pacto. Habla con ella, la cifra que pide es demasiado grande, si no acepta una  rebaja tendremos que ir a los tribunales. Y no me gustaría.
Neff.- Necesitaba más dinero, ganaba muy poco, el último mes...
Director.- No te quiero juzgar. Sé lo que es hacer locuras. Estoy seguro que Keyes también.
Keyes.- Yo robaba monedas de la cartera de mi madre.
Director.- Y eso le duele.
Keyes.- Tanto que no lo he podido olvidar.
Director.- Tenemos muchas cosas que esconder, me refiero a los hombres... está bien, muchacho, le propongo una indemnización de la mitad del importe firmado, y nos olvidamos de los jueces.

Neff le observa con curiosidad. Después mira a Keyes, que lo mira con gesto despectivo. Neff baja la cabeza e intenta levantarse, el director se lo impide.

Director.- ¿No es suficiente? Tiene razón, no lo es. Me conformaré con una rebaja del veinticinco por ciento. Para ustedes no supondrá mucho, y a mí me permitirá seguir pagando a mis empleados. Por supuesto, usted ya no será uno de ellos, ¿qué responde?

Neff sigue con la cabeza agachada.

Keyes.- Neff, esa actitud no ayuda. Su posición ante un juez sería compleja, sin embargo la oferta del director evitaría esa situación, además del dinero que ganará gracias al seguro firmado.
Neff.- ¿Habéis oído? Es como el canto de un pájaro. Un gorgojeo suave, ligero, como una declaración de amor.
Keyes.- Está agotado.
Director.- Neff, escuche, le hablo desde la sinceridad. Hay problemas en la empresa, no me conviene dar publicidad a este caso, tenga por seguro que si no ya le habría destruido. Es necesaria, sin embargo, la discreción. Acepte la rebaja que le propongo y olvidaré su rostro para siempre.
Keyes.- ¿Has oído, Neff?
Director.- Estoy dispuesto a pagar esta tarde. Diga a la mujer que pase por mi oficina y terminemos con esta situación.
Keyes.- Vamos, Neff, ¿qué más necesitas? Ella te pagará la comisión que te debe.
Neff.- (Se levanta con poca energía y se va aproximando al público. Tras él, el director) Llevo ocho años en la empresa, en este tiempo he visto reducidas mis ganancias a la mitad, a causa de la reducción del sueldo, y el progresivo aumento de las comisiones.
Keyes.- (Agresivo) ¿Otra vez con esa historia?
Neff.- Los tres últimos meses gané casi la mitad, y no pude pagar la habitación que alquilo. Necesitaba un aumento de las ventas.
Director.- Repito que no le juzgo.
Neff.- Llegó aquella mujer. Tenía en los ojos una rara expresión de malicia, y pensé que debía desconfiar de ella.
Director.- ¿Y le hizo el seguro?
Neff.- No.
Keyes.- (Al fondo, no se le ve) ¿Qué estás contando, Neff? El seguro está firmado.
Neff.- Me negué. Entonces...
Keyes.-  No vale la pena.
Neff.- Entonces él me ordenó que lo hiciese.

Ambos se giran y se ve a Keyes sentado en la silla. El director, por la izquierda, y Neff por la derecha se acercan a él.

Director.- ¿Es cierto? ¿Tomó usted la decisión?
Keyes.- ¿Por qué creer...?
Neff.- Usted la conocía, la llamó por un diminutivo, Phi o algo así.
Director.- Un momento, usted tenía una amante, Keyes, a la que llamaba así.
Keyes.- (Sin fuerzas) sí.
Director.- ¿Es ella?
Neff.- El rostro lo delata.
Keyes.- Era un plan perfecto.
Director.- Sin duda. ¿Aceptará la rebaja del veinticinco por ciento?
Keyes.- (Se levanta) Nos conformamos con la mitad.
Director.- Sin publicidad.
Keyes.- Ninguna (Se abrazan)

Neff los mira sorprendido y se sienta en su silla. Saca algunos papeles. El director se gira sorprendido.

Director.- Comprenderá que no puede seguir en la empresa.
Neff.- ¿Por qué?
Director.- Incumplió su cometido al realizar la póliza.
Neff.- Él me lo ordenó.
Director.- No, él le propuso un soborno. Usted aceptó.

Neff baja la cabeza, abre el cajón y saca una chaqueta y una carpeta. Mientras los otros hablan él sale de escena.

Director.- ¿Resultó difícil?
Keyes.- El marido llevaba un año planeando las vacaciones.
Director.- ¿Y no sospechó al firmar el seguro?
Keyes.- Lo cierto es que no sabía lo que estaba firmando. Phyllis es muy hábil.
Director.- Sí, pero, el asesinato ¿Cómo lo hizo? No debe ser fácil tirar a alguien al Sena.
Keyes.- Bueno, él  se subió a la barandilla.
Director.- El muy idiota...

Se apaga la luz. Telón.

martes, 10 de mayo de 2011

El Último Camino

El último camino
Me lleva hasta tus desarmados
Labios sin uñas, sin agua, sin viento.
Eres, y no eres
Como un recuerdo que refleja
Un iris de azul muy bello
Entre manchas de ceniza.
Ya tus esferas no reflejan
El alma que a tus labios no abrió camino
Y cayó para siempre en la indiferencia,
En el rugoso barro de la noche.

Pero un día fuiste
La pálida canción que emocionaba
Un corazón robusto hasta el destierro,
Los pétalos sin flor, el agua turbia
Para chupar, y perder así el sentido
Entre dulces aromas
Y frases que acababan enterradas
Debajo de las piedras saltarinas.

Labios que acaban por consumirse,
Por no besar a tiempo a quien les quiere,
Su rojo amanecer pierde las ramas,
Y un lento, pesado sueño, hace que rompan
Luces, temblores y faros,
Para que el viento traiga nuevas ilusiones,
Para que el agua renueve la vida.

viernes, 29 de abril de 2011

Desierta

Una tormenta leve de polvo y pelo
con restos de ceniza, todo en el suelo.
Canela, clavo, aromas de una mujer,
Que marcha con la certeza de no volver.
El eco emite un canto que suena a vida,
Palabras que se confunden con despedidas.


Y un tango
Que se repite de cuando en cuando.
Y un verso
Que toma forma de los recuerdos.
Y un libro
Que no recuerda que hay mil caminos.


La tarde, de luz pintada, que tanto brilla,
Confunde su azul celeste con tu bombilla.
Las llaves ya no resuenan junto a la puerta.
La casa sin tus pisadas quedó desierta.
Solita, sin voz ni lumbre quedó tu alcoba,
El pelo robó a los muebles su ayer caoba.

miércoles, 20 de abril de 2011

La Noia (Fragmento)

Sergio.- Observa este vaso, lo voy a colocar al borde de la mesa. Dentro de unos instantes lo lanzaré al suelo. Haré un esfuerzo, aun cuando no creo en dios, y le pediré que el vaso se rompa. Tú, que sí crees, le pedirás que el vaso quede intacto, para no tener que recoger los restos.
Rosa.- (Deja los libros) ¿Y eso qué prueba?
Sergio.- Tal vez, nada. Pero en el momento de caer, puesto que hemos pedido cosas opuestas, la divinidad sólo puede satisfacer a uno de los dos. Y será a ti, que eres creyente. Pero ¿y si el vaso se partiese, como deseo yo? ¿Sería posible que dios te ignorase e hiciese caso a un ateo?
Rosa.- La prueba es absurda. Desde esa altura el vaso se va a romper en pedazos. Es cuestión de física, no de fe.
Sergio.- Puede ser... En ese caso, seré yo el que pida que no se quiebre. ¿Te parece bien? (Rosa asiente) Voy a lanzar el vaso (lo coloca justo en el extremo de la mesa) Toda la metafísica del mundo está resumida en este acto. Si el vaso se rompe, como es lógico que ocurra, tú ganarás y, quién sabe, tal vez me convierta en sacerdote y vaya por el mundo cantando mis alabanzas al señor. Pero si no se rompe... entonces, dios se habría olvidado de ti, para darme a mí la razón, a aquel que le niega por encima de todas las cosas. Pero dios no haría eso, ¿no?, jamás ayudaría a un ateo. Por tanto, si gano, es que dios no existe. (según ha ido hablando ha rodeado la mesa y se encuentra inclinado ante Rosa, a la que coge de las manos)
Rosa.- Usted sólo habla. Desde que he llegado no ha hecho nada más que escupir palabras sin sentido. ¿No tiene otra cosa que hacer?
Sergio.- Pues no. Me gusta hablar. Aunque sea conmigo mismo. Te sorprendería saber toda la actividad que tiene mi cerebro.
Rosa.- Usted es... muy extraño.
Sergio.- ¿Raro? Tal vez. Mi vida está sometida al conocimiento. Todo lo que hago se podría resumir en dos palabras: necesito saber. Y el saber me consume.
Rosa.- ¿Y no es mejor vivir ignorándolo todo?
Sergio.- Tal vez, pero no puedo. Me dedico a inventar preguntas para poder cuestionarme las respuestas. Es entretenido, aunque a veces triste.
Rosa.- Como esta historia del vaso y dios.
Sergio.- ¿Por qué? (vuelve hacia la mesa, actúa como un payaso) No es triste. Aquí está el vaso, ahí el suelo, dios entre ambos, pues para eso decís que está en todas partes. El vaso debería romperse (lo empuja un poco más) pero tal vez no lo haga. La humanidad está pendiente de este instante (otro toque al vaso) aún no cae, parece que a dios no le gusta este juego, y no quiere ver su final. ¿Qué ocurriría si él lo levantase en el aire? ¿Qué opinas?
Rosa.- No lo  hará.
Sergio.- ¿Y si lo hiciera? Eso sería un milagro. En ese caso yo debería andar a cuatro patas durante cuatro años, como penitencia. Veamos, que llega el momento... la respuesta es...
(Lanza el vaso, que cae y no se rompe. Rosa lo mira con angustia, después observa la cara de Sergio. Éste ríe abiertamente)
Sergio.- Venció el ateo.
Rosa.- (con rabia) Esto no prueba nada.

miércoles, 13 de abril de 2011

Benito (fragmento)

Unos zapatos negros, puntiagudos, embadurnados de betún, y unos pantalones lisos, oscuros como la noche, con una raya perfecta e indestructible. Entre los dedos, un paraguas, también negro, de madera, robusto y con una pieza de metal cubriendo la punta. Una camisa blanca con una chaqueta negra, todo perfecto, sin una arruga, con la misma forma que tenía en la tienda al ser adquirido. La barbilla caída, los brazos se dejaban arrastrar, pero los pies, al contrario, parecían querer indicar: aquí estoy yo, el más elegante de los hombres. Y el gesto huraño añadía, para tristeza de Benito: y el más aburrido.
Había escapado del pueblo, asfixiado, para vivir donde nadie le conociese. No tenía dinero ni oficio, pero no tardó en aprender lo suficiente para abrir un negocio. Visitó todas las empresas de la ciudad, calculó cual de ellas le podía dar más beneficio, y al fin se decidió a abrir un taller de coches. Como no sabía de automóviles, visitó los talleres que había hasta que logró convencer a tres personas para que se fuesen con él. Bastó con ofrecerles un sueldo mayor, además de un porcentaje en los beneficios de la empresa. Entre los cuatro la inscribieron en el registro cuando aún no tenían un local en el que trabajar. Diez días antes Benito se había casado con una muchacha rubia llamada Felisa, a la que había conocido en una sala de teatro, mientras veían una comedia de Genet. Ella, escandalizada, se había levantado poco después de alzarse el telón, y se había encarado con los actores.
-Esta obra no vale nada. es vulgar e incómoda.
El director, que estaba entre bastidores, bajó al patio de butacas.
- El arte siempre es polémico en sus inicios.
- ¡Bobadas! Muñoz Seca escribía unas comedias muy divertidas, sin necesidad de tanto... vulgarismo.
- Muñoz Seca no era un gran escritor...
- ¡Ay, ay, ay, ay! Lo que ha dicho, lo que ha dicho...
Benito, que también se estaba aburriendo con tanta criada, se levantó de su butaca, para sorpresa del público, que no comprendía si aquel diálogo formaba parte de la escena o no, y que ante la duda, no se atrevía a abuchear.
- La señora tiene razón...
Felisa le miró con curiosidad, después sonrió.
- Señorita- corrigió con un gesto coqueto.
- La señorita tiene razón. Esta historia es aburrida. No hay persecuciones, ni muertes, ni frases ingeniosas. Desde que llegué, tan sólo bostezo.
- Entonces salgan del teatro- dijo una de las criadas sobre el escenario.
- Si no les gusta ¿por qué se quedan?- dijo la otra.
- Será lo mejor- respondió Felisa, y guiñando un ojo a Benito, agregó- ¿Nos vamos?
- ¡Por supuesto!- dijo éste. Ella le cogió del brazo y abandonaron lentamente la sala. El público, cuando les vio salir, ya convencido de que eran parte de la obra, rompió a aplaudir.
“Y ahora ¿qué hacemos?”. Se preguntó Benito. Ignoraba que Felisa había decidido por él.
- ¿Te gusta el chocolate?- Él asintió-, justo aquí al lado hay una cafetería donde lo hacen muy bien.
El local era muy espacioso, y estaba escasamente iluminado. Todas las paredes estaban recubiertas de madera, y las columnas del centro también. Se sentaron en un rincón apartado, con una mesa estrecha. Benito de espaldas a la barra. Pero veía a través de un espejo de la pared, todo lo que ocurría a su alrededor. Tosió, se alegró de su suerte, y miró a la mujer a los ojos. Entonces se presentó. Después no supo qué debía decir.
- No creerá- dijo ella, que parecía tener todo previsto- que traigo aquí a mucha gente.
Benito observó a través del espejo que tenía Felisa. En efecto: los camareros miraban con curiosidad hacia su mesa y susurraban entre ellos.
- Lo imagino- dijo, aparentando indiferencia.
Un camarero se acercó con dos chocolates y dos ensaimadas. Felisa sonrió.
- ¿Cómo sabe lo que vamos a tomar?
- He venido aquí todos los días durante los últimos... doce, no, trece años. ¿No le parece que es tiempo suficiente? Para mí- agregó- la felicidad consiste en estas pequeñas cosas. Un paseo, un chocolate, una excursión al campo, la compañía de una persona agradable...
Rozó por casualidad la mano de Benito, entonces retiró la suya.
- ¡Perdón!- dijo azorada- tal vez le he molestado.
- No, no, por favor. Puede volver a tocarme si quiere- dijo él, sonriendo, y se arrepintió de haber dicho una frase tan estúpida. Bajó la cabeza, avergonzado, pero ella no se dio cuenta.
- ¡Qué pensará de mí! Le traigo aquí, le obligo a mi compañía, y tal vez usted preferiría estar en cualquier otra parte.
Benito intentó negar, pero ella no estaba dispuesta a dejarle hablar. Acarició con las uñas los dedos de él y sonrió.
- Yo ya no soy joven... ni hermosa. Déjeme hablar. Había pensado en pasar el resto de mi vida en soledad. Los hombres de ahora no me interesan. Son unos egoístas. Sí, unos egoístas, que sólo piensan en sí mismos. Pero entonces te vi, allí, en el teatro, dispuesto a defenderme de esos...
Parecía no encontrar la palabra. Movía los brazos, agitaba las manos, cerraba los puños, y esperaba a que Benito terminase de una vez la frase.
- Actores- dijo éste al fin, cuando comprendió que tenía que decir algo.
- ¿Vio cómo me trataron por decir las cosas como son? ¡Ah, víboras! Sabía que la obra era muy mala.
- ¿Antes de comprar la entrada?
- Sí.
- ¿Entonces por qué la compraste?
- Para desenmascararles. Alguien tenía que protestar contra ese teatro degenerado y pornográfico.
- ¿Y has pagado... para eso? Quiero decir, la entrada cuesta dinero...
- Sí, pero yo...- hizo una pausa y respiró hondo, después sonrió- no tengo ningún problema de dinero.
- ¿No? Pues entonces podría proponerte...
- ¿El qué?- dijo ella, sin dejar de sonreír.
- Un negocio. Voy a montar un taller de coches.
- ¿Un negocio?
- Sí.
Felisa se tornó seria y arqueó las manos con rabia.
- Chupa el chocolate- dijo- se está enfriando.
Los camareros iban y venían con las bandejas repletas de bebida. Uno de ellos se acercó a la mesa que Benito tenía a su espalda. En ella tres chicas y dos chicos reían y jugaban con una baraja.
- Está prohibido jugar a las cartas.
- ¿En serio?- Preguntó el muchacho que estaba repartiendo.
- Sí.
El camarero se alejó. Los chicos protestaron.
- Me da igual lo que diga- dijo el muchacho, y siguió barajando.
- ¿Y si nos echan?
- Hemos pagado por usar una mesa, si quiere echarnos que nos devuelva el dinero. Voy a hacer un truco de magia. Coge una carta.
La chica de su izquierda cogió la carta. Vista desde el espejo parecía pelirroja, pero podía ser un efecto de la escasa luz. Volvió a colocar la carta y barajó tanto como pudo.
- ¿Quieres ser un gran empresario?- Preguntó Felisa, preocupada porque Benito estaba distraído intentando adivinar el truco.
- ¡Oh, no!- dijo éste, sin dejar de mirar el espejo-. Un pequeño negocio es suficiente.
- ¿Y si tuvieras tanto dinero que no necesitaras el negocio?- respondió ella con una sonrisa.
- En ese caso...
El chico se declaró incapaz de acertar la carta, lo que provocó un grito de júbilo de la chica pelirroja. Eso distrajo a Benito, que olvidó acabar la frase.
- ¿En ese caso?- repitió Felisa, molesta.
- No soplaste sobre las cartas ¿verdad?- La chica negó-. Sopla, sopla...
- Prefiero tener un... montar una empresa... algo que sea mío- respondió Benito.
- Añoras tu juventud.
La chica sopló sobre las cartas. Protestaba entre risas, porque le parecía que aquel gesto estúpido no podía servir para nada.
- ¿Eh? No, no. La juventud es absurda. Se hacen cosas que no tienen sentido, al contrario: es una enfermedad de la que estoy vacunado.
Felisa sonrió y alargó su mano hasta tocar con los dedos la piel y las arrugas de la mano de Benito. Acarició con suavidad, agitando las yemas con un ritmo suave y delicado. Después retiró la mano hasta su pecho. Allí respiró profundamente y fue deslizando la palma hasta que cayó sobre el abdomen, de ahí la llevó a las piernas, y se perdió entre la oscuridad y la mesa.
- Me gusta estar aquí, contigo, tocarte, sentir que tienes una piel hermosa, tal vez te parezca que nada de lo que digo tiene valor...
- Lo tiene- respondió él, dilatando las pupilas mientras la observaba bajo el efecto de otra luz.
- No soy una de esas chicas bonitas que...
- Discrepo. Tienes una belleza extraña. No sé si es la luz, o el chocolate, pero te veo tan...
- ¡No puede ser! ¡No es posible!- gritó la pelirroja mientras observaba en la mesa aquella carta que ella misma había elegido.
Benito sonrió. ¿Cómo lo habría hecho? Había mirado las manos del muchacho desde que comenzara el truco, y no había hecho nada especial... entonces miró a Felisa de nuevo, tan bella en ese instante, tan dulce, y le pareció que tal vez la había estado buscando durante años. O tal vez nunca la había imaginado, pero quería estar en sus brazos, comprobar si podía tratarle con el mismo cariño que había recibido, en su infancia, de la madre muerta. Creyó que ella tenía lo que buscaba, aunque nunca se había planteado que buscara algo. Por un instante olvidó la imagen de aquella muchacha que dejó olvidada en el pueblo, la chica que nunca le quiso, y que jamás se había dignado a devolverle una sonrisa o una caricia; ni siquiera- pensó ensorbecido en los ojos de Felisa- podía recordar su nombre, ¿o sí?, tal vez Andrea, sí, Andrea Somolinos, pero ¿qué importaba ahora? Aquella mujer podía devolverle unos años que sentía perdidos. Entonces, acabó la frase.
- Te veo tan hermosa, tan sencilla, tan... agradable.
Mezclaron las manos sobre la mesa. Confundidos el tacto y el olor ya no sabían dónde acababa uno y empezaba el otro. La fusión, tan natural, provocó pequeñas descargas entre los músculos y el corazón. Los ojos, también, veían de otro modo a quien al entrar, era casi indiferente.
- No me gustan las sorpresas- dijo Felisa mientras aplastaba las falanges de Benito-. Si una persona me quiere debe entregarse a mí por completo. Porque hay hombres que te hacen creer que te aman, pero en realidad observas que están mirando a otras, y eso es muy desagradable. ¿Sabes lo que haría si un hombre me hace eso? Le diría: por ahí te pudras, que no mereces la pena ¿entendido?
- Pienso lo mismo.
- Exijo mucho, porque también entrego mucho. Tengo tanto amor acumulado que dar, tantos besos, tanta energía...  lo que no quiero es derrocharla o entregarla a quien no la merece. Debe ser duro ver cómo pisotean tus sueños, como aquel que te amaba marcha con otra, no, no quiero vivirlo.
- ¿Otra carta? Como quieras, pero creo que he aprendido el truco. Espera... ésta. Gírate, anda, que si no la vas a ver, y entonces... ¿dónde estaría la gracia? ¿Puedo barajar yo misma?
Benito observó el juego con indiferencia. ¿Qué podía importarle, ahora, la habilidad de aquel muchacho? En su mesa se estaba decidiendo su futuro.
- Tampoco yo quisiera vivirlo.
- Tengo una casa en el centro, junto a la Plaza Mayor, creo que te gustaría. No es grande,  pero tiene dos habitaciones y una sala libre, en la que nunca he sabido qué poner. Sería ideal como biblioteca para alguien que gustase de leer libros.
- No me gusta leer- respondió él- ¿para qué sirve la literatura? Es sólo un pasatiempo, la diversión de los débiles y los soñadores. Nunca he conocido a nadie a quien le haya cambiado la vida una novela. Por  mi parte prefiero actuar que pensar.
Felisa frunció el ceño.
- Pero no pienses que soy un inculto. Cada mañana compro el periódico para interesarme por los asuntos del país.
- Un periódico, una copa y un sillón confortable.
- No imagino nada mejor- respondió él, mientras miraba al chico extrayendo tres cartas de la baraja.
- Una de estas tres cartas es la que elegiste. Necesito un voluntario que me diga un número. Pero que tenga cuidado, porque si se equivoca el juego habrá fracasado. Vamos, un número, no es tan difícil. Es cuestión de concentrarse.
- Sí, pero qué tipo de número, ¿del uno al diez?- preguntó la pelirroja.
- Por ejemplo. Vale, del uno al diez, pero tú no puedes participar, que parecería que estamos compinchados. Vamos, un número del  uno al diez, quién  se lanza a decir un número...
- ¡El siete!
El chico levantó la vista con sorpresa y miró a Benito, que estaba girado sobre la silla.
- ¿Perdone?
- El siete.
- No le entiendo.
- ¿Pedías un número, no? Pues yo digo el siete.
El chico se sentía confuso.
- ¿Qué ocurre?- Preguntó una de las chicas-. ¿El siete estropea el truco?
- No, no.
Fue señalando las cartas con el dedo mientras iba contando.
- Un, dos, tres,  volvemos a empezar, cuatro, cinco, seis, empezamos de nuevo, y siete. Esta es la carta elegida. Se trata del... ¿seis de oros?
- ¡No puede ser!
Benito se giró hacia Felisa.
- No sé cómo lo ha hecho, pero ha acertado.
- Compraremos muchas, cientos de barajas- dijo ella.
- ¿Por qué? ¿Para qué?
Felisa se levantó para ir al baño. Benito se giró de nuevo para hablar con el mago.
- Hazme el truco.
- ¿Perdona?
-Que me hagas el truco.
-No sé hacer ningún truco.
- Si te he visto.
- Era una broma... para ella- se defendió el muchacho.
- Escucha- dijo Benito y se acercó más al chico-. Nunca he tenido habilidad con las manos. Debe de ser hermoso engañar a la mente como tú lo haces.
- No soy mago, no sé engañar a la mente- protestó el muchacho.
- He visto estos trucos centenares de veces, pero nunca he comprendido dónde está el misterio. Algunos dicen que basta con dar la vuelta a la baraja, o tener una segunda preparada, pero creo que no es suficiente. Tal vez las cartas estén colocadas de una determinada manera, o tal vez todas sean la misma. ¡Qué importa! Deja que elija una carta.
- No la adivinaré. No sé cómo se hace- protestó de nuevo el muchacho.
Benito alzó los hombros, observó el mazo y sintió ganas de coger una de las cartas.
-¿Qué carta he cogido?- preguntó con una sonrisa casi infantil.
- ¡Qué sé yo!- dijo el chico, molesto- ¿el seis de oros?
Dio la vuelta a la carta, lentamente, y mostró el seis de oros. Se iluminó su cara como ante un milagro.
- Es increíble. ¿Cómo lo has adivinado?
- Bueno, fue sencillo, era la carta que había elegido ella, y la habíamos puesto encima de las demás.
- Nos vamos- dijo Felisa, que llegaba en ese instante, y cogió a Benito del brazo. Éste se dejó arrastrar.

martes, 29 de marzo de 2011

El Dios de los Tautéridos (Microteatro)

La escena transcurre en la tierra de la tribu de los Tautéridos. Éstos, habiendo sido expulsados, malviven junto a la orilla del río, contratados algunos para la construcción de un palacio en sus antiguas tierras. Junto al futuro palacio (que queda a la derecha del espectador, aunque no lo vea) el capataz, con casco, de pie en mitad del escenario, observa los planos sobre un atril. A su izquierda, con mono y casco, el obrero, que atiende a sus indicaciones.

El capataz se inclina sobre el plano, después se levanta y suspira.

CAPATAZ.- Hemos perdido dos semanas. ¿Qué sabemos del suelo?
OBRERO.- La madera no llegará hasta el jueves.
CAPATAZ.- ¿Qué día la enviaron? (El obrero deniega) ¿Cómo va a llegar el jueves si no la envían?
OBRERO.- Han dicho que saldrá hoy mismo.
CAPATAZ.- Hoy es martes.
OBRERO.- Sí.
CAPATAZ.- No llegará a tiempo. (Furioso) ¿Por qué tuve que venir aquí, con lo feliz que era en Roma? Dos meses llevamos y aún no hemos puesto los cimientos. Y luego, este calor asfixiante...
OBRERO.- Esto antes era una selva.
CAPATAZ.- Lo sé: he estudiado el terreno. Hace treinta años incendiaron la selva, y los de la tribu que aquí vivían...
OBRERO.- Los Tautéridos.
CAPATAZ.- Como se llamasen, ¿qué importa? Abandonaron las tierras.
OBRERO.- Obligados por el incendio.
CAPATAZ.- Por lo que fuese. ¡Qué más da!
OBRERO.- Y por la violencia de los invasores: muchos fueron asesinados.
CAPATAZ.- ¿Me vas a hablar de política?
OBRERO.- Ahora malviven al otro lado del río.
CAPATAZ.- Poco me importa (Molesto) ¿Por qué no hay nadie en la obra? ¿No estarán jugando otra vez a las cartas?
OBRERO.- Seguro que no. Lo que ocurre es que, como no tenemos material para las vigas, pues...
CAPATAZ.- Tienes suerte de que este palacio no sea para mí. Nunca he tenido fortuna, pero daría uno de mis ojos por alcanzar un puesto respetable.
OBRERO.- Lo entiendo.
CAPATAZ.- ¿Qué vas a entender? Si tuviera un poco de poder, te sacaría hasta la última gota de sangre. ¡Ah! ¡Qué bello vivir cuando los demás hacen lo que deseas! ¿Qué pasa con los trabajadores?
OBRERO.- Voy a ver qué ocurre (Sale por la derecha, en dirección a la obra)
CAPATAZ.- Desgraciado de mí, qué mala suerte tengo. ¿Para qué vendría a la selva, con lo bien que vivía en Roma? Y ahora este se quedará con los otros, apostando a las cartas. Esto, esto es un desastre. Sí, un desastre. En dos años seguiremos aquí, pasando calor, picados por los mosquitos, e invadidos por la pereza... ¡Si esto es una obra, que venga dios y lo vea!

Aparece a su espalda Koptocoro, el dios de los Tautéridos. Lleva en la mano izquierda una calabaza que lo representa. En la derecha una lanza. Tiene barba negra que cae sobre la cara como si se tratara de un carnero.

KOPTOCORO.- He venido.
CAPATAZ.- (Sorprendido) ¿Perdón?
KOPTOCORO.- He venido por vosotros.
CAPATAZ.- (Lo observa con curiosidad) Vaya, pues me alegro. ¿Y qué deseas?
KOPTOCORO.- He venido a liberar a mi pueblo del ataque de una tribu extranjera.
CAPATAZ.- Está bien.
KOPTOCORO.- Koptocoro ha hablado. ¿Dónde está vuestro jefe?
CAPATAZ.- No sé a quién buscas, pero soy el capataz de esta obra, que avanza con retraso.
KOPTOCORO.- Entonces ¿Eres el jefe?
CAPATAZ.- Más o menos.

Sigue mirando los planos. El dios golpea con el talón el suelo, y levanta la calabaza por encima de su cabeza.

KOPTOCORO.- Entonces serás el primero en morir.
CAPATAZ.- Algún día.
KOPTOCORO.- Mi pueblo, hoy, será libre.
CAPATAZ.- ¿Quién es tu pueblo? ¿El grupo de holgazanes que juegan a las cartas en lugar de levantar el palacio para el que se les ha contratado?
KOPTOCORO.- Has pervertido su voluntad. Los Tautéridos no serán esclavos de nadie. Hoy recuperarán sus tierras.
CAPATAZ.- ¿Vas a hacer una revolución? ¿Quién te crees que eres?
KOPTOCORO.- (Solemne) Soy Koptocoro, el Dios de los Tautéridos.
CAPATAZ.- No te había visto antes.
KOPTOCORO.- Hace treinta años que no bajo a la tierra.
CAPATAZ.- ¿Y qué piensas hacer? ¿Amotinar a tu tribu?
KOPTOCORO.- No es necesario, yo mismo puedo vencerte.
CAPATAZ.- La burla es graciosa.
KOPTOCORO.- ¿Qué burla?

El Capataz se quita las gafas y se frota los ojos.

CAPATAZ.- Si eres un dios, podrás responderme a una pregunta.
KOPTOCORO.- Claro.
CAPATAZ.- Digo yo, sin ofender: ¿en tu tribu hay un más allá? Porque allá, en Roma, se dice que sí.
KOPTOCORO.- ¿Cómo más allá?
CAPATAZ.- Se dice que después de morir vivirás de nuevo.
KOPTOCORO.- Eso es absurdo. ¿Quién va a vivir después de morir? Cuando te mueres no hay nada.
CAPATAZ.- ¿No hay un paraíso?
KOPTOCORO.- No sé qué es un paraíso. Escucha: la muerte es el final. ¿Qué puede haber después?
CAPATAZ.- La amenaza de un infierno, para controlar la voluntad de los hombres.
KOPTOCORO.- En mi tribu no es necesario, los domino con el sonido de un trueno.
CAPATAZ.- Si yo tuviera el poder del trueno... pero basta con mis sueños de grandeza. ¿Cómo es posible que asustes con un trueno?
KOPTOCORO.- Tú mismo lo comprobarás si no devuelves este terreno a mi tribu.
CAPATAZ.- Tendré que oirlo, porque no tengo poder, aún, para hacer lo que me pides. Bah, nunca tendré ese poder...
KOPTOCORO.- Tal vez no soportes su furia. Algunos se volvieron locos.
CAPATAZ.- Tal vez. Prueba...
El dios levanta la lanza y se escucha un trueno con poca fuerza, casi de juguete..

KOPTOCORO.- (Justificándose) Hace treinta años sonaba más fuerte, tal vez porque esto era la selva...
CAPATAZ.- Claro, claro. Ahora, con tanto ruido...
KOPTOCORO.- Los hombres de mi tribu mataban por orden del trueno.
CAPATAZ.- Sin duda.
KOPTOCORO.- En cambio usted... Si yo le pidiese, en nombre del trueno, que se marchara de aquí y devolviera las tierras a mi tribu ¿lo haría?
CAPATAZ.- Por supuesto... que no.
KOPTOCORO.- (Tiránico) ¿Y si doy otra muestra de mi poder?

Levanta la lanza, suena un segundo trueno, tan suave como el anterior, y cae desde la parte izquierda del escenario una calabaza, que termina a los pies del capataz.

CAPATAZ.- (Mirando la calabaza) En ese caso... tampoco.

Se ríe y coge la calabaza, que sostiene en el aire. El dios, molesto, inclina la cabeza. Entra el obrero por la derecha y pasa por detrás de ambos. Entonces se detiene y se gira, junto a la entrada de la izquierda. Asustado, cae de rodillas.

OBRERO.- Tú debes ser, tú debes ser...
KOPTOCORO.- (Se anima de improviso) ¡Yo soy! Al capataz) ¿Ha visto? Soy conocido.
OBRERO.- ¡Koptocoro, mi Dios! ¿Qué haces aquí?
KOPTOCORO.- (Emocionado) ¿Has dicho “mi Dios”?
OBRERO.- Has de saber, oh, supremo, que soy uno de los Tautéridos. Fuimos expulsados de nuestra aldea y ahora malvivimos en esta triste obra. Todas las noches te pedimos nos restablezcas nuestra tierra, la salud, y la felicidad.
KOPTOCORO.- Deseo a deseo, ¿eh?
CAPATAZ.- ¿Cantan a una calabaza?
OBRERO.- Es un símbolo tan válido como cualquier otro.
CAPATAZ.- ¿Y funciona?
KOPTOCORO.- Por eso estoy aquí, he escuchado sus cantos.
CAPATAZ.- La broma comienza a ser absurda.
KOPTOCORO.- ¿Harás lo que te pida?
OBRERO.- ¡Hasta la muerte!
CAPATAZ.- Dichosa manía tienen los de esta tribu con la muerte.
KOPTOCORO.- Entonces cumple lo que te ordeno. Acaba con tus enemigos, derrota su dios, esquilma sus bienes.
CAPATAZ.- ¡Pobres de nosotros! Me aburro (vuelve a mirar los planos)
OBRERO.- ¿A quién debo matar?
KOPTOCORO.- (Señalando al capataz) A él.
CAPATAZ.- ¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Qué tengo que ver con vuestros problemas?
KOPTOCORO.- Destruiremos la obra.
CAPATAZ.- ¿Vosotros dos?
KOPTOCORO.- (Levantando la calabaza) Así se hará.
OBRERO.- (Señalando al capataz) ¿Por qué tiene una calabaza?
CAPATAZ.- Es tuya. No me des las gracias.
OBRERO.- Escrito está en el libro sagrado de los Tautéridos: “el arma mortal surgirá de la calabaza”.

Extrae del interior un cuchillo enorme.

CAPATAZ.- Debería leer más a menudo, tal vez me hubiese enterado.
OBRERO.- ¡Muere!
CAPATAZ.- (Evitando el cuchillo) Nunca fui hombre de acción, y ahora me arrepiento.
OBRERO.- Deja de correr, gusano.
CAPATAZ.- Eso depende de ti.
OBRERO.- Afrenta la muerte.
CAPATAZ.- ¿No te he dado trabajo?
OBRERO.- Sí.
CAPATAZ.- Y, además, ¿no te pago por él?
OBRERO.- Muy poco.
CAPATAZ.- Pero te pago.
OBRERO.- Sí.
CAPATAZ.- Entonces, ¿por qué me persigues?
OBRERO.- Porque lo manda mi Dios.
CAPATAZ.- Quién fuera tu Dios, que así logra que te muevas.
OBRERO.- Ya ves.
CAPATAZ.- Lo que tampoco entiendo...
OBRERO.- ¿Qué?
CAPATAZ.- ¿Cómo es posible?
OBRERO.- ¿Qué murmuras?
CAPATAZ.- (Agotado) No puedo hablar mientras corro.
OBRERO.- No es tan difícil.
CAPATAZ.- Para ti, que estarás acostumbrado.
OBRERO.- (Se detiene) ¿Qué ocurre?
CAPATAZ.- (También se detiene) No lo entiendo (al Dios) ¿Por qué no me atacas? Entre dos es más sencillo.
KOPTOCORO.- (Con Orgullo) Los dioses inspiramos batallas, pero nunca nos manchamos de sangre.
CAPATAZ.- ¡Cobarde!
KOPTOCORO.- Es una antigua tradición.
CAPATAZ.- ¿La cobardía?

Huye. De pronto se coloca entre el dios y el obrero.

CAPATAZ.-  (Al público) Con este gesto todo cambia. (Al obrero) ¡Ten cuidado, no vayas a herir a tu Dios!
KOPTOCORO.- Desgraciado, no sabes lo que haces.

Se suelta de un golpe y trata de salir volando, pero cae al suelo.

KOPTOCORO.- Hace treinta años funcionaba.
OBRERO.- Creo que saltabas entre los árboles.
KOPTOCORO.- Es posible. Debería ensayar un poco.
CAPATAZ.- (En su espalda de nuevo) Suelta el arma.
KOPTOCORO.- No hagas caso. No puede nada contra mí.

El capataz forcejea con él, pero no logra moverle de su posición. Frustrado, le arranca la calabaza de las manos. Entonces busca en ella un arma.

KOPTOCORO.- ¿Qué haces?
CAPATAZ.- Busco el arma.
KOPTOCORO.- ¿Qué arma?
CAPATAZ.- La que contiene la calabaza, lo decía vuestro libro sagrado, ¿no?
KOPTOCORO.- ¡Pobre idiota! En esta calabaza no encontrarás un arma.
CAPATAZ.- ¿Ah, no?
OBRERO.- ¿Seguro que no?
KOPTOCORO.- Me hacéis dudar. Tendré que mirar los estatutos.

Se sienta y saca un libro.

OBRERO.- (Baja el cuchillo) Habrá que esperar.
KOPTOCORO.- Uy, no te va a gustar lo que estoy leyendo.
CAPATAZ.- ¿Os decidís o le saco el zumo a la hortaliza?
KOPTOCORO.- (Con desprecio) ¡Es una cucurbitácea!
OBRERO.- ¿Qué ocurre?
KOPTOCORO.- (Leyendo) El poseedor de la calabaza...
OBRERO.- Sigue.
KOPTOCORO.- Será el nuevo Dios, superior a todos los demás.
OBRERO.- ¿Eso dice? (El Dios afirma) ¿Dónde?
KOPTOCORO.- Versículo cuarto, párrafo primero. Lee.

(El obrero lee el párrafo completo. El capataz deja de hurgar en la calabaza, y se acerca)

CAPATAZ.- ¿Qué estáis diciendo? ¿Soy el nuevo dios?
OBRERO.- Bueno, la información no está del todo clara. Tal vez un abogado...
KOPTOCORO.- Nadie lee el versículo cuarto.
OBRERO.- Sí, no tiene importancia.
CAPATAZ.- ¡El poder, tengo el poder! (Levantando la calabaza) Arrodillaos ante mi. (Lo hacen de mala gana) ¿Dónde está mi reino?
OBRERO.- (Con desdén) Lo estás pisando.
CAPATAZ.- Es verdad. Pues bien, como jefe... como DIOS vuestro que soy, os ordeno...
OBRERO.- ¿Qué?
CAPATAZ.- (Tira a un lado el casco) La reconquista.
OBRERO.- ¿Cómo?
CAPATAZ.- (Orgulloso, se sienta frente al público) Que cojáis todas las piedras, palos y calabazas que podáis, os reunáis con vuestra tribu, y marchéis a reconquistar vuestras tierras.
OBRERO.- ¡Hurra! Así se hará.
Se levanta y sale por la derecha.
CAPATAZ.- (A Koptocoro) ¿No me has oído?
KOPTOCORO.- Es que como soy un Dios...
CAPATAZ.- Inferior a mí ¿recuerdas?
KOPTOCORO.- Sí (Se levanta, antes de salir) ¿No vienes?
CAPATAZ.- ¿Eh? No, mejor os espero aquí. Ya sabes: Los dioses inspiramos batallas, pero nunca nos manchamos de sangre.

Sale Koptocoro mientras el capataz le mira, sonriente. Telón.

domingo, 20 de marzo de 2011

Reflejos.

He soñado con la dicha
de ver en tus ojos negros
reflejos del alma mía.

viernes, 11 de marzo de 2011

Mundano. Soneto

“Te doy la paz” le dije a un religioso,
A un mal vecino “que tengas buen día”,
“Me fio de ti” le dije a un mentiroso
Y a un ex amigo “te llamo otro día”.

    “perdí por azar” le dije a un tramposo
aunque vi cómo una carta escondía,
le dije a mi novia “no soy celoso”
mientras por dentro de celos ardía.

    Le dije a un borrico que era mi amigo
“no  hay nada más fastidioso que un culto”.
Le propuse a otro “¿te vienes conmigo?”

Pensaba en perderle en cualquier tumulto.
Conseguir mentir fue un duro castigo,
Una forma más de sentirme adulto.

jueves, 24 de febrero de 2011

Ladraria. Microrrelato

Nunca, en su larga vida de caminante, se había encontrado con dos canes a la vez.
-Tal vez uno de vosotros quiera ser mi perro- les dijo.- Al otro le apedrearé hasta que salga de la ciudad.
El primero comenzó a ladrar y a saltar a su alrededor.
-Me gusta tu tozudez, dijo al otro perro: no has ladrado para salvarte del peligro, a ti te elijo.
-No ladré porque no me importan tus amenazas, pero no voy a servirte como un chucho vulgar, fui parido para más altas empresas.
El hombre se agachó y cogió dos cantos pesados.
-Olvida tus piedras, no tienen ningún poder sobre mí- dijo el perro, pero se equivocaba.

miércoles, 16 de febrero de 2011

En Agua

Aguaste el fuego,
Porque el amor
Cuando es sin voz
Muere en silencio.

dueña del arma
que de un tacón
mi corazón
dejó en las brasas.

ángel nocturno.
Mujer en flor
Se fue el amor:
observa el humo.

martes, 15 de febrero de 2011

Entre tu Luz y tus Labios

No quiero llegar a viejo
Feliz, pero solitario;
Sino perdido en tus besos,
Entre tu luz y tus labios.

Un día con dos mil lunas
perdí, aunque no lo supiera,
la fuerza contra tu espesura,
la furia ante tu belleza.

Sentado te sigo los pasos,
Perdido te suelo encontrar,
Ausente te siento, te canto
Con labios mojados en sal.

La calma no pise nunca
El manantial de cariño.
Quiéreme, forma de duna,
Aviéntate en mi camino.

martes, 1 de febrero de 2011

La Lavadora. Teatro Breve.

Una habitación oscura. Es de noche. Eusebio coloca los pantalones sobre una silla. Se escucha el ruido de la puerta. Entra alguien.

EUSEBIO.- ¿Quién es usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
LADRÓN.- La llave estaba en la puerta. No tuve más que girar.
EUSEBIO.- Sí, eso es cierto. A veces me ocurre. Pero aún no me ha dicho quién es.
LADRÓN.- Un vecino, no tiene que alarmarse.
EUSEBIO.- ¿Un vecino? ¿Se cree que no he leído las líneas de arriba? Usted es un ladrón.
LADRÓN.- Claro, claro. Vengo a llevarme todo lo que tenga.

Eusebio señala el cuarto.

EUSEBIO.- Por mí puede llevarse lo que quiera. Bienes no poseo...
LADRÓN.- ¿No tiene joyas? ¿Y relojes de oro? Supongo que tampoco tendrá dinero...
EUSEBIO.- Si tuviera algo de eso ya lo habría vendido para irme a otra parte. ¿Pero usted se ha fijado qué casa ha elegido para robar?
LADRÓN.- Es mi primer robo. Elegí este barrio porque es sencillo: aquí la policía no patrulla.
EUSEBIO.- Porque no hay dinero.
LADRÓN.- Algo podré llevarme. Esos pantalones, por ejemplo.
EUSEBIO.- Lo lamento, pero son mi uniforme de trabajo.

El ladrón cierra los puños con rabia.

LADRÓN.- ¡Pues yo no me voy de aquí sin llevarme nada!
EUSEBIO.- Ahora que lo pienso, el vecino del bajo tiene una lavadora automática. Si quiere le ayudo, y así nos llevamos la trompeta de su hijo.
LADRÓN.- ¿Le gusta la música?
EUSEBIO.- ¿A mí? No. Pero al niño tampoco.

Bajan por una escalera desconchada, y llegan al bajo. El timbre cae al suelo según lo pulsan. De fondo se escucha un “do” lastimoso, casi cruel, de trompeta.

EUSEBIO.- (en voz baja, al ladrón) Y esto sin pulsar un solo pistón, imagine cuando intenta hacer escalas.

Se abre la puerta. Sale un vecino refunfuñando.

VECINO.- Otra vez el timbre.

Lo levanta y lo pone en su sitio.

VECINO.- Usted es vecino, ¿no?- Eusebio asiente- ¿y qué quería?
EUSEBIO.- Será mejor que pasemos.

Entran en la casa. Sobre el sofá, brillante, la trompeta, con todo incluido: los tres pistones y el sonido desagradable en su interior. El vecino espera a que hablen los visitantes.

LADRÓN.- Buenos días. ¡Qué hermoso día hace, eh! Pero qué bello, qué agradable, qué lúcido, qué...
VECINO.- ¿Qué quiere?
EUSEBIO.- Que necesito una lavadora automática, y he venido a robarle la suya.
VECINO.- ¡Valiente imbécil! Ni hablar.
LADRÓN.- Ya te dije que no querría.
EUSEBIO.- Insiste...
LADRÓN.- Me la voy a llevar, aunque sea a plazos.
VECINO.-  ¡Idiota!
LADRÓN.- ¿Cómo?
VECINO.- Que es usted un idiota, un zascandil.
LADRÓN.- Como siga... me va a faltar al respeto.
VECINO.- Salgan de mi casa.
LADRÓN.- Yo sólo salgo de aquí con la lavadora.
EUSEBIO.- Y dígale a su hijo que deje de asfixiar la trompeta.
VECINO.- ¿Hijo? Yo no tengo hijos. La trompeta la toco yo. Y si no le gusta se va a vivir a otra parte.

El ladrón decide actuar.

LADRÓN.- Voy a coger la lavadora.

Ninguno de los dos le escucha.

EUSEBIO.- ¡Ya está bien con la trompeta!

Se abalanza sobre ella, y la sujeta a la vez que su dueño.

LADRÓN.- ¿Alguien me dice cómo se saca el enchufe?

El ladrón arrastra la lavadora por el comedor, mientras los dos vecinos tiran del  instrumento. Sale a la calle. Mete la lavadora en la furgoneta. Cuando arranca, la trompeta cae desde una ventana y le golpea en la cabeza, dejándole inconsciente.