miércoles, 28 de junio de 2017

¿Quién es Sergio Vallejo?


Joder, qué angustia. Me han robado el nombre. Sí, ya sé que suena extraño. Yo tampoco me
lo puedo creer, pero me han robado el nombre. Dejad, joder, dejad que me explique. El día...
ha comenzado bien, no sé cómo explicarlo, ¡ah, claro! Lo más importante: hoy tenía
médico. Eso es, tenía médico, por la lumbalgia, sí, la lumbalgia de nuevo, si no lo explico
no se entenderá. Hoy no estaba mi doctora. Claro, yo, al principio, no lo sabía. De ahí viene
la confusión. Llevaba una hora, no sé, tal vez menos; llevaba un rato esperando, cuando ha
salido otra doctora del despacho, con la hoja de citas.

-¿Gabriela Sánchez?

Una mujer ha levantado ligeramente el brazo; por timidez o por dolor, no sabría decir.

-Pasa Gabriela- ha dicho la doctora, y ha seguido- ¿Moisés Rodríguez?

Esta es buena, me he dicho, con un poco de suerte en media hora estaré en el Gago,
tomando café. Y luego a comprar el pan, claro, y algo de carne, que hoy curro de tarde.
Joder, no me va a dar tiempo a nada. Tenía que haber dejado el médico para la semana que
viene, pero con el dolor que tengo...

En ese momento, un chico que no conozco, así como de veinte años, ha levantado el brazo.

-Detrás de Gabriela- ha dicho la doctora-. ¿Alejo Díaz?

He mirado al chico: gafas de pasta negra, un pelín orondo, con un flequillo peculiar y una
barba que, por mucho que se empeñe, no le crece lo suficiente. Le he mirado durante casi un
minuto, y no, no era yo.
Claro que tampoco pretendo tener el monopolio de mi nombre. Basta con que algún otro
Rodríguez, y me consta que hay muchos, haya decidido llamar Moisés a su hijo. Eso lo
acepto. Lo que me jode, es decir, lo que me molesta es que ocurra en mi pueblo, joder, yo
que, como todos, me considero especial.

Me he sentado junto al muchacho, lleno de curiosidad, para ver si podía ver algún
documento que confirmara su nombre. Pero ha sido en vano, el papel que sujetaba en la
mano era un folleto de publicidad. Del Lidl, creo.

-Así que te llamas Moisés Rodríguez- le he dicho, así, como de forma espontánea.
-¿Cómo?- Ha respondido, nervioso.
-La doctora…
-Ah, sí, jejeje, Moisés, claro.

El chico parecía incómodo con la conversación, pero yo necesitaba seguir con las preguntas.

-¿Y por qué vienes?
-¿Al… Al médico?
-Claro.
-Pues, pues por la lumbalgia, llevo unos días con mucho dolor.
-¡Ya es casualidad!- se me escapó.
-¿También tienes lumbalgia?
-Pues… Digamos que sí.
-Es terrible ¿no te parece?
-Bueno- fingí indiferencia- yo ya me he acostumbrado.
-Yo todavía no- me dijo-. Figúrate que estaba escribiendo un relato, y justo en las frases
finales, zas, me ha metido un latigazo la espalda, y así me he quedado.
-¿Un relato?- respondí, alarmado.
-Sí.
-¿Estabas escribiendo un relato?
-Sí.
-¡Joder, joder, joder!
-¿Cuál es el problema?
-No, nada. No hay problema.

¿Cuál es el problema? EL problema es que YO soy Moisés Rodríguez, YO escribo relatos, y
YO tengo lumbalgias. Aunque de esto último no me siento tan orgulloso.

Claro, no le dije nada de eso. No había motivos. En realidad ni siquiera respondí, porque no
vi qué podía decir. A él, en cambio, parecía gustarle la charla.

-Mira, te voy a decir la verdad.
-¿Qué verdad?- pregunté, con curiosidad.
-Yo. Yo no soy- bajó la voz- Yo no soy Moisés Noséqué.
-¿Ah, no?
-No. Lo que pasa es que...- bajó más la voz.
-Perdona, pero no te entiendo.
-Decía que no soporto esperar. Por eso, cuando estoy en una sala como esta, y algún idiota
no responde a tiempo, tomo su, cómo se dice, su personalidad.
-¿En serio?
-Yo creo que Moisés es ese tipo del fondo, el que está mirando el móvil. Jajaja, pobre
imbécil, si él supiera...
-Si él supiera- repetí.
-Pero mira, que la próxima vez esté más atento. ¿No te parece?
-Pues la verdad...
-Ese se pasa aquí la mañana, ya lo verás.
-Se pasa aquí la mañana- repetí, y me sentí imbécil por tanta repetición.
-Lo que yo te diga.
Miré el reloj.
-Pues sí que tarda Gabriela- dije.
-Un poco tarda, sí- respondió- Por cierto. ¿Tú a qué hora tienes la cita?
-¿La cita?- respondí, y noté que me caía una gota de sudor de la frente- pues, pues fíjate que
creo que me he equivocado de día.
-Amos, no me jodas.
-Como lo oyes.
-Puedes entrar en mi nombre. Apunta, apunta.
-No, no. Muchas gracias.
-No seas tonto, yo ya no lo voy a utilizar.
-Ya, claro, pero es que…
-Insisto. Además, sería una pena perder la cita.
-Sí, eso es verdad.
-¿Quieres apuntarlo? ¡Venga!- Saqué el móvil- Anota: Sergio Vallejo, a las diez y media.
-Anotado.
¡Genial! Me encanta ayudar a la gente.
-A mí también.

En ese momento salió Gabriela de la consulta. Esbozaba una leve sonrisa, lo que nos hizo
sonreír al resto.

La doctora, pensé, debe de ser de las buenas.

-Oye, que entro- me dijo Sergio- ¿te veo al salir?
-Pues probablemente.
-Toma, por si quieres leer algo.

Me quedé con el folleto, que ojeé sin interés. Después me dediqué a observar a los otros
pacientes. Una mujer tosía, distraída, mientras se sacaba un pañuelo de la manga; un tipo
alto se sacaba un moco con discrección, lo que alargaba el proceso hasta la nausea. Un tipo
calvo se sujetaba con ambas manos la cabeza, como si le fuera a estallar.

¿Por qué no habré traído un libro, joder, en lugar de esta espera terrible?

Me llevé las manos a la cabeza, inconsciente, pues estaba más preocupado de lo que debía
ocurrir dentro, que de guardar las apariencias.

A saber qué va a añadir este tipo a mi historial. Bueno, es joven, muchos problemas no
debe tener. Pero esto no es serio, joder, no es serio. Uno debe de saber cuál es su lugar en
el mundo, y no meterse en la vida de los demás.

-Perdone ¿sabe por qué hora va?
-¿Cómo?
-La hora- me preguntó un señor mayor, que se había sentado a mi izquierda.
-¡Ah! Moisés Rodríguez- dije, y añadí- diez de la mañana.
-Creí que no llegaba ¡gracias a Dios! Yo tengo a las diez y cinco.
-Que sea enhorabuena.
-¿Y lleva mucho dentro?- el hombre comenzaba a perder saliva.
-No. Acaba de entrar.
-Mejor, porque tengo que ir al baño.

Se levantó, y cuando iba a girarse, se sentó de nuevo.

-Claro que si la doctora me nombra- dijo, escupiéndome en la cara- ya sería casualidad.
-Ya sería casualidad.
-Si me nombra, dígale que estoy en el baño.
-Claro- me limpié con la manga-. Ningún problema.
-Soy Juan Luis Panadero.
-Encantado, Juan Luis- dije mientras me echaba a la derecha, para refugiarme del agua.
-¿Y usted se llama?
-¿Eh? ¿Yo? Pues Sergio Vallejo, claro.
-Encantado, Sergio.

El hombre se giró y se alejó lentamente, arrastrando los pies. Yo aproveché para
recolocarme de nuevo en el asiento. En ese momento se abrió la puerta de la consulta, y salí
de ella, es decir, no yo, sino el otro Moisés Rodríguez. Me levanté enseguida.

-¿Cómo ha ido?
-Lo de siempre. Antiinflamatorios y estiramientos.
-Pues sí- reflexioné en voz alta- lo de siempre.
-Le he pedido una radiografía.
-Haces bien.

Yo nunca había pedido una radiografía. ¿Por qué? ¿Por dejadez? ¿Indiferencia? ¿Miedo
tal vez? Joder, no era tan difícil. A veces parece que tenga miedo a los médicos.

-Nunca se sabe- añadió.
-No- refunfuñé- nunca se sabe.
-Bueno, me piro.

No tuve ocasión de responder. La doctora había salido con la hoja de citas.

-¿Antonio Sánchez?

Un tipo levantó la mano.

-Pasa. ¿Juan Luis Panadero?

Miré a mi espalda. Juan Luis no había vuelto del aseo. Y tampoco sabía lo que iba a tardar.

-Soy yo.
-Detrás de Antonio.
-Sí, claro.

Era mi oportunidad para recuperar algo de tiempo, pero enseguida me sentí mal. Miré de
nuevo hacia el baño. Pero Juan Luis no volvía. ¿Qué estará haciendo? Sentí que me
sudaban las orejas. Me sentía como un asesino a punto de ser descubierto. Y sin embargo no
hacía nada malo. Me froté las manos hasta causarme dolor. Entonces me fijé en ellas:
estaban rojas, casi ensangrentadas. Tal vez siempre están rojas, claro, pero por lo general no
soy consciente. Sin embargo, en ese momento, me pareció un símbolo de mi infamia. Estaba
a punto de levantarme y gritar que todo era mentira, que yo no era Juan Luis, que quería ser
Moisés de nuevo. Pero preferí no decir nada, porque no sabía cómo iban a reaccionar los
demás.

Juan Luis, al fin, regresó del baño, y se sentó a mi lado. Yo interpuse con habilidad el folleto
entre nuestros cuerpos, dispuesto a sacrificarlo.

-¿Ya ha salido la doctora?- preguntó, nervioso.
-No. Es decir sí. Pero ha entrado de nuevo.
-¿Y me ha nombrado?
-Pues, ¿cómo dijo que se llamaba?
-!Juan Luis!
-Ah, sí, ya recuerdo, no lo ha nombrado.
-¿No?
-No. Ha nombrado a un tal Antonio. Y a mí. A mí también me ha nombrado.
-Y usted ¿a qué hora tenía?- El folleto comenzaba a perder densidad.
-Pues yo, yo tenía- miré fijamente a la puerta, sentí que iba a confesar, que no me quedaban
fuerzas para más mentiras- pues yo tenía hora antes que usted, claro.
-Sí, claro. Eso tiene sentido.

De los nervios, se me cayó el folleto. 

-Y usted- dijo mientras bombardeaba- ¿a qué viene?
-¿A dónde vengo?
-Al médico ¿no?
-¡Ah! Pues, pues a ver qué me cuenta la doctora.
-Pero algo le pasará.
-Algo me pasa, claro- respondí, pensando que la única forma de evitar su saliva era hablar
sin descanso- algún que otro problema tengo. No demasiado importante, desde luego, pero
siempre es bueno preguntar a los especialistas. Ya sabe, la-salud-es-lo-primero. Sólo somos
conscientes cuando la perdemos. Y, y vaya, que- no sabía cómo seguir- que me parece que
se está abriendo la puerta.

Me levanté y me acerqué a la puerta. Sentí que el corazón me latía rápido, y me dolían las
sienes.

-No se ha abierto.
-Pero se va a abrir. Es cuestión de segundos.

Comencé a arañar el marco, como un perro que pide que le tiren comida, y en ese instante
la puerta, como de milagro, se abrió.

-¡Buenos días!- dije al entrar, tropezando con Antonio, que quería salir.

La doctora me miró, sorprendida. No estaba acostumbrada a tanta intensidad.

-Juan Luis ¿verdad?
-Ese mismo- balbucí, y me dejé caer sobre la silla. Antonio salió, y cerró la puerta.
-Muy bien, Juan Luis, pues dígame, ¿por qué está aquí?

Joder, joder, joder. Tiene razón. ¿Por qué estoy aquí? Y yo qué sé, ya no, ya no recuerdo a
qué venía. Mierda, mierda, mierda. Que me va a pillar, que me va a pillar. Piensa, Juan
Luis, joder, piensa.

-Pues ustedes sabrán- mentí, sin entender por qué usaba el plural- ustedes me pidieron que
viniera hoy.
-Ah, claro, disculpe. Su doctora no está, y no conozco todos los casos. Si me da un minuto.
-Claro que sí.

Se quedó un rato mirando la pantalla del ordenador.

-Humm- dijo, y siguió leyendo.
-¿Humm?
-Ufff- agregó después.
-¿Ufff?- pregunté nervioso.
-¡Vaya!- añadió más adelante, y se dirigió a mí- ¿cómo la siente?
-¿El qué?
-La próstata, claro.
-Ah, bien. No suelo fijarme en eso.
-Veo que ha seguido creciendo.
-¿Yo?- respondí, sorprendido.
-Su próstata.
-¿Ah, sí?
-Eso dice el informe.
-Pues entonces sí- admití.
-¿Qué tal va al baño?
-Ah, con normalidad. No tengo queja.
-Tal vez sea hiperplaxia, pero habría que hacer un tacto rectal.
-Joder, eso no lo esperaba.
-Es una prueba común. Un poco molesta, pero ayuda a prevenir enfermedades.
-Usted es la doctora- dije mientras me sujetaba las sienes, que iban a estallar- lo que sea
necesario.
-Bien. Le daré un volante.

Cogí el volante, con las manos temblorosas, y salí de allí tan rápido como entré. Me crucé
con Juan Luis, que se interesó por mi salud.

-Una prueba de próstata- le dije.
-¿Usted también?
-Es lo que hay- respondí, con un poco de prisa.

Después salí, y no paré hasta llegar a casa. Aquí di doble vuelta al cerrojo, y me senté en el
sofá, a meditar lo que había sucedido. Tengo un montón de dudas. Todavía no sé quién soy
exactamente. Pero he comprobado que no siento necesidad de entrar al baño, y eso causa
angustia, mucha angustia.