martes, 23 de octubre de 2012

-Y ahora ¿Qué?

Reposa sobre la mesa. Los pies cruzados, la mano izquierda sosteniendo una quijada de juguete. Piensa. Llevó a sus personajes, sólo tres, hasta el límite de la imaginación, y de pronto no sabe qué hacer con ellos.

-Vamos, que espero tus indicaciones.

El que le apremia vive sin rostro, sin labios, sin ropa, casi despellejado, limpio por lo desconocido. No pidió vivir, y esa vida que tiene, prestada, reducida a diez líneas, no aclara, sino emborrona su físico y sus ideas. Le parece el peor de los destinos.

-¿Avanzo?- pregunta- ¿O retrocedo?

Todo con tal de no quedarse ahí, en un lugar tan tímido en el esbozo, que puede ser pueblo, desierto, carretera o trigal. Huye. O al menos huía. Porque su creador, vacío, seca ya la simiente, lo abandona, encerrado entre algunas palabras que no reconoce como propias.

Pasan los días. El texto, olvidado, cae al suelo. Alguien lo pisa. El héroe intenta gritar, pero su enfado es mudo: no tiene lengua aquel que no tiene labios. Sus enemigos, parece, ya nunca le darán alcance, porque dormitan inertes, entre párrafos y maleza. Una mano los ahoga. A todos. Una mano que, como un vendaval, crea un círculo eterno, un mechón de indiferencia, y así caen, sepultados, mezclados, boca abajo, en la papelera del olvido.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Despedida (Fragmento)

Simón.- No lo sé. (La abraza suavemente) ¿Sabes? Un hombre, una vez, tuvo un sueño.
Sabel.- ¿Sí?
Simón.- Soñó una vez, y eso que no podía dormir.
Sabel.- ¿Y qué soñó?
Simón.- Que su jardín, bajo la tercera palmera, escondía un tesoro.
Sabel.- ¿Y qué ocurrió al despertar? ¿El tesoro estaba allí?
Simón.- Al despertar recordó que no tenía jardín, ni casa.
Sabel.- (Riendo) ¡Pues vaya una historia!
Simón.- Trabajó duramente diez años hasta comprar una casa con jardín. Cuando al fin era suya compró las herramientas precisas, pero comprobó que...
Sabel.- ¿Qué?
Simón.- Que en su jardín sólo había dos palmeras.
Sabel.- ¡Vaya!
Simón.- Así que plantó una tercera. Cuando estuvo crecida el hombre tenía ya setenta años.
Sabel.- ¡Qué desperdicio de vida!
Simón.- Es lo que ocurre cuando luchas por un sueño.
Sabel.- No te distraigas. ¿Qué pasó, entonces?
Simón.- El hombre, ya anciano, arrancó la palmera y comenzó a cavar. Día y noche, con las fuerzas que le quedaban, hasta que encontró una piedra de oro, enorme. Tan grande que no pudo sacarla con sus últimas fuerzas.
Sabel.- ¿Murió el anciano?
Simón.- No te adelantes. Pasó un hombre por allí y le pidió ayuda. El hombre preguntó qué le daría a cambio de la ayuda. El anciano, ocultando como podía el oro, respondió que su casa y su jardín. El hombre fue a buscar una cuerda para sacarle.
Sabel.- ¿Y le sacó? Seguro que le sacó. Todas las historias terminan bien.
Simón.- Tiró de la cuerda. Cuando estaba a mitad del camino, al anciano se le resbaló la piedra de oro entre las manos y cayó de nuevo.
Sabel.- ¿Ya está?
Simón.- Sí. El anciano ya no pudo bajar de nuevo. Ya no era su casa, ni su jardín.
Sabel.- ¿Y cuál es la moraleja?
Simón.- No lo sé. No me gustan las moralejas.