viernes, 6 de diciembre de 2013

El Dramaturgo (Fragmento)

Dramaturgo.- ¿Le molesta que me haya presentado de improviso?

Ruperto.- Sí, y también que haya roto la puerta de la habitación.

Dramaturgo.- Entre nosotros: esa puerta no vale nada. Con un pequeño empujón ha cedido. Yo de usted

pondría una queja en el hotel.

Ruperto.- Ciertamente es para quejarse.

Dramaturgo.- Quiero que sepa que me he quedado con el pomo en la mano. Por respeto lo he dejado en el

suelo. Pero no es razonable quedarse con el pomo en la mano.

Ruperto.- No es razonable, no.

Dramaturgo.- Y a ellos no les conviene: hoy se queda usted con el pomo, mañana con la puerta, pasado

con el grifo de la ducha, y antes de dejar el hotel se ha terminado una casa en otro barrio.

Ruperto.- El problema sería llevarse la cama.

Dramaturgo.- ¿Con la puerta rota?

Ruperto.- Sí, pero no pasaría por la puerta.

Dramaturgo.- Tiraríamos un tabique. Este no parece muy rígido. (da unos golpes) Si quiere lo tiro ya.

Creo que cederá pronto.

Ruperto.- No, aún no he decidido dónde voy a poner la cama.

Dramaturgo.- En una habitación, es lo que suele hacerse. Aunque tal vez usted sea de esas personas que

les gusta innovar. También puede ponerla en la cocina.

Ruperto.- Así podría comer tumbado.

Dramaturgo.- Y dar la vuelta a la sartén desde la cama. Porque cocinar agota.

Ruperto.- Y tanto. Yo prefiero la comida envasada.

Dramaturgo.- No, quite, quite. Eso es comer plástico. ¿Qué me dice de la pasta? La pasta se hace al

momento, no mancha nada, y es fácil de digerir.

Ruperto.- La pasta es un invento.

Dramaturgo.- De los italianos.

Ruperto.- De los italianos, pero un invento. Para eso las legumbres...

Dramaturgo.- Ah, las legumbres, nada, nada...

Ruperto.- Siempre en remojo, como los peces...

Dramaturgo.- Ah, los peces, nada, nada...

Ruperto.- Siempre en el agua, como el marisco.

Dramaturgo.- Ah, el marisco, nada, nada...

Ruperto.- ¿No le gusta el marisco?

Dramaturgo.- Nada, nada, nada mejor que el marisco.

martes, 22 de octubre de 2013

El Bávaro (fragmento)

-¡Oh, Baviera, Baviera! El paraíso de los bávaros. ¡Qué hermoso es! A propósito de Baviera. ¿Saben que conozco una historia que tiene mucho que ver con Baviera?
-¿Nos la contarías?
-¡Pues claro! Espera un momento. ¡Junge, eh, junge! Mehr Möet Chandon. Danke! ¿De qué hablo yo ahora? ¡Ah, sí, la historia sobre Baviera. Aquí la llamamos Bayern, ¿lo sabías?

Me guiñó un ojo.

-Sí, lo sabía.
-¡Pues vaya una mierda! A ver qué te cuento yo ahora. Espera, que ya me acuerdo. La historia de Baviera. ¡El paraíso de los bávaros! Joder, eso ya lo he dicho.

De nuevo me guiñó un ojo.

-¿Sabes que me gustaría levantarme sobre la mesa y bailar un zapateado? Pero no puedo. ¿Y sabes por qué no puedo? ¿Lo sabes? ¿Lo sabes? Porque la otra se llevó la magia, y yo me quedé sólo con el nombre. ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, ja, la historia!

Estiró los brazos en cruz, inclinó la cabeza y esperó unos segundos. Cuando recogió los brazos, comenzó a hablar.

-Esto ocurrió en el siglo doce, o trece, o quince, o qué se yo, que yo no estaba.

Dio una palmada y se levantó.

-Entonces- prosiguió- el mundo era distinto. La gente era distinta, más... no sé, más... más o menos, más o menos distinta, no sé qué añadir ¿de qué estábamos hablando?

Me sacó la lengua.

-Cuando una mujer amaba a un hombre, se lo decía. Entonces era así. No había hipocresía, ni barba, ni pelos en el pecho. Al menos las mujeres no tenían pelos, o eso creo, lo leí, sí, lo leí en alguna parte. En una biblia, o en un libro de historia, ya no me acuerdo.
-Sí, bueno- interrumpí- pero ¿qué tiene que ver todo eso con baviera?
-¿No te has dado cuenta? Seguro que tus amigos sí ¿a que sí, eh? ¿A que sí? Esta historia que te estoy contando, ocurre en baviera. Pero si- se tambaleó- pero si no quieres escucharla. Estonce, entonces me voy.

Cayó sobre la mesa, inanimada, con un reguero de espuma cayéndole de la boca.

-Pina ¿te encuentras bien?
-¿No te he dicho que me fui? Haz el favor de no mirarme.
-Pero... pero no puedo no mirarte, estás ahí, delante de mí, sobre la mesa.
-¡Joder! Si no me miras no estoy. Eso es básico. No sé qué te enseñaron en la escuela.

Soltó un juramento en alemán, que no entendí, y quedó dormida.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Heiffel (Estreno 16 de Noviembre)

Por la derecha aparece Marisa Holot, alcaldesa de L’Arbre Sense Raó. Avanza tan deprisa que está a punto de pasar de largo, pero Travis avanza un paso para que choque con él.

Marisa.- ¿Qué ocurre? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí? (Avanza hacia Travis, que se gira pensativo, como si no la viera) ¿No responden? ¡De acuerdo, tendrán noticias de mi abogado!

Intenta salir por la izquierda, pero choca con Castráñez, que se cruza en su camino.

Marisa.- Pero ¿Por qué me empuja? ¿Quién se ha creído que es? (Castráñez intenta girarse, pero Marisa le tira del brazo. Castráñez la mira) ¿Qué ocurre? ¿Nunca ha visto a una mujer?
Castráñez.- ¡Señor Eiffel!
Travis.- (Aún pensativo) ¿Qué desea?
Castráñez.- Esta mujer quiere hablar con usted.
Travis.- ¿Qué desea?
Marisa.- ¿Eiffel?
Travis.- Eugene Eiffel, discúlpe un momento. (Gritando)¡Castráñez!
Castráñez.- (Igual) ¡Señor Eiffel!
Travis.- ¿Cómo va el cálculo?
Castráñez.- Todo correcto.
Travis.- ¿Y esas medidas?
Castráñez.- (Va hacia la cinta métrica) Creo que entrará la torre.
Travis.- Claro que sí, podremos construirla.
Marisa.- ¿Por qué gritan si están tan cerca?
Travis.- Tiene razón. (Gritando) Prueba un poco más lejos.
Adolfino.- ¡Sí, señor Eiffel!
Marisa.- ¿Me puede explicar por qué están midiendo el terreno?
Travis.- ¿Por qué me grita si está a mi lado?
Marisa.- (Más bajo) Pregunto qué están midiendo.
Travis.- Y a usted ¿Qué le importa?
Marisa.- Este terreno pertenece a L’Arbre Sense Raó. Soy la alcaldesa del pueblo.
Castráñez.- Desde aquí tengo una vista estupenda, jefe.
Travis.- Maravilloso, sigue con ello. (A Marisa) Tengo que hablar con usted. Verá... (Se emociona) No sé cómo decirlo... he venido... con la intención de cumplir el último deseo de mi abuelo.
Marisa.- ¿Quién era su abuelo?
Travis.- En España nadie le conoce. Pero en Francia es muy querido. Se llamaba Gustave.
Marisa.- (Nerviosa) ¿Su abuelo era Gustave... Eiffel?
Travis.- ¿Ha oído hablar de él?
Marisa.- Toda España ha oído hablar de él y de su famosa torre.
Travis.- Entonces será más sencillo.
Marisa.- ¿Me va a decir lo que quiere hacer en este terreno?
Travis.- Construir una torre similar a la de París.
Marisa.- ¿En mitad del campo?
Travis.- ¿Sabe algo de geografía?
Marisa.- Muy poco.
Travis.- Observe una cosa. (Abre la cartera y saca un mapa, que despliega en el suelo) Observe París, el lugar en el que está situada la torre Eiffel.
Marisa.- sí.
Travis.- Si trazamos una circunferencia... ¡Castráñez!
Castráñez.- ¿Sí, señor Eiffel?
Travis.- Traiga un compás.
Castráñez.- ¿Un compás?
Marisa.- ¿Un compás?
Travis.- ¡Un compás!
Castráñez.- ¡Un compás!

Arranca una caña y coge una cuerda. Dobla la caña y con la cuerda fuerza para que no recupere su forma inicial.

Castráñez.- ¡El compás!
Travis.- ¡He aquí el compás!
Marisa.- (Sin entender por qué tanta alegría) ¡Al fin el compás!
Travis.- (Con el compás) Enseguida entenderá las intenciones de mi abuelo. Si trazamos con un compás desde París... (Mueve el compás según le apetece, sin ningún orden lógico) cuando terminamos el giro ¿Qué aparece?
Marisa.- ¿Qué aparece?
Travis.- ¡Lea!
Marisa.- Es que sin gafas... ¡L’Arbre Sense Raó!
Travis.- ¿Qué le parece?
Marisa.- Es... es absurdo.
Travis.-  Voy a serle sincero. Cuando llegué a este lugar me preguntaba por qué mi abuelo había elegido un lugar tan... extraño  para construir su segunda torre. Pero ahora, hablando con usted, lo he entendido.
Marisa.- Me alegro. Por mi parte no entiendo nada.
Travis.- La solución es sencilla. Quiso unir mediante dos torres...
Marisa.- ¿Sí?
Travis.- Quiso unir dos mundos tan distintos como complementarios. El centro del mundo, París, con el lugar más olvidado de la tierra, L’Arbre Sense Raó.
Marisa.- Eso tiene sentido.
Travis.- Escuche, las dos torres se mirarán una a la otra.
Marisa.- ¿Sí?
Travis.- ¿Nunca se dieron cuenta que la torre de París mira hacia ustedes?
Marisa.- ¿Cómo quiere que nos demos cuenta? Desde aquí no se ve...

viernes, 26 de julio de 2013

El Bávaro


Arrugué la hoja y la tiré a una papelera. Al golpear el metal sonó como una campana. Se acercó un camarero para hablar conmigo.

-Deutsch?
-No- respondí con una sonrisa en cursiva- no soy alemán.
-Eso no es verdad- dijo él- tiene acento de Baviera.

Yo, que nunca había estado en Baviera, no me atreví a contradecirle.

-Además- añadió- se mueve como un bávaro.
-¿Es posible- pregunté- que sea Bávaro y nunca me haya dado cuenta?
-También es posible- razonó- que no lo sea, y nunca se haya dado cuenta.
-Y ahora ¿qué hacemos?
-Está de suerte. Tenemos codillo con chucrut. Usted lo prueba- sugirió- y si le agrada es que es un verdadero bávaro.

Acepté. El camarero se empeñó en colgarme una servilleta del cuello, después se alejó. Cuando volvió lo hizo con una generosa fuente de codillo. La carne, de un olor delicioso, ahumaba mi pelo. Sonreí.

-La típica sonrisa bávara- dijo, y se quedó pensativo- ¡Humm! O tal vez sajona.

Degusté el codillo con verdadero placer. Ya no había dudas, su sabor me trasladaba a otro mundo. Eran mis antepasados, con las papilas gustativas erectas, los que rechupeteaban el hueso por mí. 

El camarero vino a servirme un poco más de chucrut.

-¡Halt!- dije- ya estoy lleno.

Era mi primera palabra en alemán, y ni siquiera sabía su significado. El camarero, satisfecho de su intuición, me daba palmaditas en la espalda.

-¿Desea algo más?
-Die rechnung!
-¿Perdone?
-Ah, disculpe, que usted no es bávaro. ¡La cuenta!

jueves, 4 de julio de 2013

El Coche

Claro está, yo nunca había conducido. Y me dejó ese coche tan grande, que no supe qué hacer. Si es muy sencillo, me decía, pisas embrague, metes primera, sueltas embrague mientras vas acelerando, y sales. Pero no fui capaz. ¿Por qué no lo coges tú? Supliqué. ¿Es que no ves que estoy borracha? Una copa, una simple copa de un líquido viscoso y quince hielos, y se había emborrachado. Propuso pasar la noche en el vehículo. Yo me negué, inútilmente, puesto que ninguno de los dos iba a arrancarlo. Ella se enroscó a mi cuello y me besó. No olía a alcohol, lo juro, pero afirmó que seguía borracha, muy borracha, porque tenía muchos problemas. ¿Qué te ocurre?  Pregunté ¿A mí? ¿A mí? ¡La vida es una mierda! No supe qué decir, y agregó Yo soy madre soltera sin hijos. Me lancé sobre ella y la besé. De pronto me detuve Escucha, eso es imposible. Puedes ser madre, puedes ser soltera, pero no puedes ser madre sin hijos, soltera o no.  Me separó de un golpe. ¿Y tú qué sabes? ¿Acaso eres mujer? No soy mujer, así que no me atreví a contestar. ¿Alguna vez has hecho el amor en un coche? Añadió guiñando un ojo. Pues no, y hoy tampoco será el día, porque a mis años no voy a comenzar...  No pude acabar la frase, levantó una palanca que volcó el asiento, y subió sobre mí. A mí me preocupaba que pasara gente alrededor, pero enseguida me olvidé de ellos, excitado y perdido. ¿Peso mucho? Me preguntaba de vez en cuando. No, no, respondía yo, casi asfixiado. ¿Tú me quieres? Preguntó, enroscada en mi cuerpo. Alrededor del coche cuatro chicos nos aplaudían riendo. Yo saludé para que se marcharan. ¿Me quieres o no me quieres? Tragué saliva Así, en la primera noche... Es difícil responder. Hace una hora ni te conocía. Me besó en el pecho. Sí, eso es muy romántico ¿verdad? Comenzó a llover. Me dolía la espalda por la postura, y comenzaba a echar de menos mi casa. Propuse que nos marcháramos. ¿Ahora? No, quedémonos un rato más.  Me miraba con ternura. Pensé que valía la pena, que a mis cuarenta y siete años había encontrado el amor, ese del que tanto se habla en las novelas, y la estreché contra mí. Busqué sus labios, perdidos entre mi camisa, y saboreé su jugo. ¿Sigues borracha? Pregunté ¡Oh, sí! Le brillaban los ojos. A mí también.  Me alegro, dije,  porque yo siento que... bah, tonterías, no puedo expresarlo con palabras. Sonrió y me besó en los labios. Me sentí feliz, por fin había encontrado eso que llaman amor verdadero. Sus ojos parecían repetirme la pregunta ¿me quieres? ¿Me quieres? ¿Me quieres? Y los míos le decían sí, sí, ¡Sí! Nos abrazamos con desesperación, yo supe que jamás debía dejarle marchar, y ella... Ella sonreía y me besaba detrás de la oreja y en la nuca.
Había dejado de llover. Miré el reloj: las once y media. Ella se incorporó, serena, fría, distante incluso. Venga, vámonos. Sí, pensé, vámonos ¿Dónde quieres que te deje? Dudé en la respuesta. Podemos ir a mi casa, dije al fin¸ soy un poco desordenado, pero prometo cambiar. Además tengo un gato, no sé si te molestan los animales, puedo dejarlo en la terraza de la cocina, hace frío, pero el gato tiene piel y mucho pelo, no le molestará. Parecía que rechazaba mi propuesta. Son casi las doce, dijo, es demasiado tarde¿Tarde?, respondí, ¿para qué es tarde? Se miró en el espejo del coche y se limpió alguna mancha que tenía por la cara, fruto de la fogosidad anterior. No quiero que él se preocupe. A mí me sudaban las manos. ¿Tampoco... Tampoco eres soltera? Dije al fin. ¿Tú que te crees? ¿Qué te he mentido? Claro que soy soltera. Respiró hondo. Vivimos juntos,  eso es todo. Me derrumbé. ¿Nos veremos más adelante? Dije con un hilo de voz. No, creo que no. ¿Por qué? Sollocé. Es que si te veo demasiado será como si tuviera dos maridos, y no creo que me guste. De pronto se acumuló en mi cuerpo la energía que nunca tuve, coloqué el asiento en vertical, y, lleno de decisión, arranqué el coche. ¿Qué haces? Preguntó. Te vienes a mi casa, le dije. ¡Si no sabes conducir! Probé un par de veces con los pedales y conseguí salir del aparcamiento. Ella reía. Como broma está bien, pero déjalo ya. Estaba dispuesto a llevarla a mi casa. Creía que cubriéndola de besos y de cariño no se marcharía de mi lado. Ya jadeaba, rugía incluso, imaginando mi futura felicidad, cuando en un cruce se coló un camión de la basura. Yo quise frenar, ¡juro que lo intenté! Cuando el coche se detuvo tenía una bolsa sobre el cristal. Los dos vehículos quedaron unidos por la chapa. Ella comenzó a gritar, intentaba salir, pero la puerta, deformada, no obedecía, y yo... yo... qué voy a contarles. Yo intentaba calmarla, jurándole amor eterno mientras ella me abofeteaba. Escucha, escucha, has intentado robar el coche ¿entiendes? ¿entiendes? Gritaba. Yo la cogía de las manos. Escucha, le contesté, yo... yo hablaré con él, le diré que te amo, tiene que entenderlo, tiene que entenderlo.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Mi Última Obra (Relato Breve)

Le envío a una amiga mi último relato. No sé qué pensar. Mientras lo escribía me sentía Cervantes, pero al acabar ya no me interesa. Me parece mediocre, insípido, frustrado. Ella tarda dos días en leerlo. Mejor así, porque para cuando responde ya no recuerdo haberlo escrito. La respuesta, escueta, dice “me gusta, esperaba otro final”. Me preocupo. ¿Quién se cree que es para esperar otro final? Le escribo, amable aunque irritado:  “¿te parece previsible?”  Responde “Un poco”.
Entonces me llevo las manos a la cabeza y comienzo a sudar. Soy previsible, repito, soy previsible. Ella esperaba otro final, todo el mundo esperará otro final, y yo les doy el que suponen.
La escribo de nuevo “¿Qué esperabas?” “No sé- responde- otra cosa”. Sí, me digo, otra cosa, pero ¿qué? Y vuelvo a preguntar. Ella empieza a cansarse y me ofrece su visión de mi angustia “¿Crees que los cirujanos van por ahí preguntando a los pacientes si les gusta la operación, si andan con naturalidad, si quieren que les haga algún retoque en la pierna?”  No lo sé, nunca he sido cirujano. Aunque supongo que no. Sin embargo entiendo que hay algún mensaje que me quiere transmitir y no he entendido. “¿Qué esperabas, entonces?” La pregunto, desesperado. Ya no me contesta. No puedo vivir así, tengo que actuar, así que me voy a visitarla. Me abre la puerta con una bata blanca y el pelo alborotado. Intuyo que llego en mal momento, pero me invita a pasar. Allí dentro, sentado en el sofá, con otra bata blanca, está un hombre sonriente. Es Ricardo, mi novio, dice ella. Encantado, le digo, ¿ha leído mi último relato? Ricardo no ha leído ninguno, ni siquiera sabe quién soy. Estupendo, pienso, y saco un ejemplar que llevo en el bolsillo desde que lo escribí. Ella intenta hablar, pero la hago gestos para que calle. Necesito una opinión sincera, sin prejuicios.
Ricardo lee el relato. Alguna vez amaga una sonrisa, pero no llega a estallar. Asumo mi fracaso. No tengo tiempo de lamentarme. Necesito que termine de leer y me cuente. Al fin acaba, afortunadamente es un relato breve. “Me gusta”, dice, como dice todo el mundo. “Pero...” Ella intenta que se calle, le hace un gesto qué él no ve, “tal vez el final sea previsible”.  Ella suspira y declara que va a hacer café. Yo me siento al lado del novio, muy nervioso, y saco un bolígrafo del  bolsillo. Me gustaría lanzarme sobre él, clavarle el bolígrafo en la yugular, pero no sirvo para esas cosas, así  que me conformo con un gesto que le indica que siga hablando. “No sé, es previsible, pero no puedo decirle más. Yo no escribo historias. Pero  me ha gustado”, añade, y eso me destroza los nervios.
“Lo voy a destruir”, digo al fin. Ricardo protesta, pero la decisión está tomada. Si el cuento no sirve, pues no sirve, ya haré otro mejor. “El cuento es magnífico”, dice ella con una taza humeante entre las manos, “es sólo el final”. “¿El final? ¿El final?”  Pregunto histérico, “Pero las historias deben de tener un final ¿no es así? ¿No es lo que espera el público?”  Y salgo tras dar un portazo.

sábado, 20 de abril de 2013

Con los Ojos Cerrados. Microrrelato


Ayer me levanté con los ojos cerrados. Llegué sin esfuerzo hasta la cocina y me preparé un café. Al volver al salón tropecé con una caja, el aspirador y la mopa del polvo. Me propuse  limpiar de una vez el suelo, pero lo olvidé a la media hora. Cuando mi mujer me vio con los ojos cerrados creyó que me había quedado ciego y se puso a gritar. Pero no, simplemente no los había abierto, que es muy distinto. Entonces entre ella y mi hijo comenzaron a hacer suposiciones. Tal vez, decía uno, me daba tanta lástima la realidad que prefería no verla; también es posible, replicaba la otra, que una ceguera inesperada me impidiese abrirlos. Intenté explicar que ambos erraban, pero me echaron porque no les dejaba pensar. Salí a la calle. Tropecé con una farola, un bordillo y caí a una zanja a medio tapar. Allí, tumbado, oí cómo se lamentaba el jefe de obra porque tendrían que echar el cemento de nuevo. Me agarraron entre dos y me sacaron al paseo. Crucé por alguna parte y pisé algo que parecían huevos, pero más pequeño y delicado. Con cemento en la chaqueta seguí camino adelante, hasta que supuse que nunca más podría volver a mi casa, salvo que abriera de nuevo los ojos. Pero no recordaba cómo se hacía y tampoco el nombre de mi calle. No importa. Encontré esta mañana otra mujer y otro hijo que lo quieren ser míos, y cuya única condición es que no abra jamás los ojos. Y cuando les pregunto ¿cómo voy a abrirlos? ¿Acaso hay alguna forma? Ellos deniegan. Creen que me confunden, pero yo sé que los abren, y que prefieren no explicarme su método.

martes, 19 de marzo de 2013

Baldosas Azules (Microrrelato)



Algunas veces cambia el color de las baldosas. La culpa es mía, pienso, por que no las miro lo suficiente. Tal vez sean siempre azules, tal vez siempre rojas, o marrones, o tal vez depende del día. Acostumbrado a posar los dedos sobre el teclado del ordenador, ya ni observo lo que me rodea. Anteayer, sin ir más lejos, entraron a robar en casa. Yo lo vi, de reojo, casi sin querer, pero no me levanté, por no molestar. Además, me dije, como no tengo nada de valor es mejor no interrumpir. Seguí tecleando, buscando la historia que nunca encuentro, la idea perfecta, el cuento sublime. Vi durante un instante cómo se llevaban el violoncello, pero callé, porque no sé tocarlo, y con el tiempo se ha convertido en un objeto más; incluso, imagino, ha perdido su musicalidad. Ahora es un mueble entre los muebles.
Vi cómo desenchufaban la tele y la cargaban entre dos hasta la puerta. Tampoco me importó. No la enciendo nunca. Así me servirá, pensé, para justificar ante mis amigos que no veo tal programa, ni sé quién es aquella presentadora famosa de la que (y a la que) nunca oí hablar.
Uno de los ladrones me quitó el ordenador. Eso ya era demasiado. ¿Qué iba a hacer sin mis teclas y mis palabras? Me levanté y seguí al ladrón. Tuve que apartarme, porque, a cambio, me traían un sofá, y por poco caigo encima. Lo miré, sorprendido, y me senté en él. ¡Qué cómodo! ¡Qué confortable! Verdaderamente valía la pena perder todo lo demás. 
Así que ahora escribo a mano.

martes, 5 de febrero de 2013

Para el Perro (Microrrelato)

Con la boca amortajada de vino recogió del aire un poema nuevo. Lo pesó, lo levantó sobre su cabeza, lo aplastó contra el vientre, hasta hacerlo plano, y lo devoró, para vomitarlo en curvas sinusoides sobre líneas rectas. Había nacido la obra. Pero solo, olvidado, en una vejez de sueños que lo mutilaba, no tuvo a quién dar a leer, sino su perro, tan fiel, desordenado y precioso. Leyó su pañuelo de letras mientras el perro cosía el aire a puntadas de cola y babas. Las palabras caían sobre el hocico, y allí resbalaban hasta la lengua, que las chupaba. Dos lametones postreros, en ambas manos, confirmaron que, en efecto, el poema era bueno.

martes, 15 de enero de 2013

Intrusismo (microrrelato)

Me habían presentado como guionista. Yo quise protestar, me gusta más la palabra dramaturgo. Además que no escribo guiones, pero no importa. ¿Y por qué escribe? Me preguntó mi compañero de mesa. Quise responder que no lo sé, pero no es así como se logra una reputación de genio, así que busqué una respuesta más elaborada.
-Tengo una visión de la vida- dije, jugando con el pan- y me gusta verterla en el papel.
La frase fue muy celebrada, y no me importó, porque en parte es cierta. Pregunté a mi vecino de mesa a qué se dedicaba y por qué. Me respondió que era cerrajero, y que abría puertas para ganarse la vida. Era lógico, pensé, y cogí otro pedazo de pan. El cerrajero, que debía estar ahíto, prosiguió sus preguntas. ¿No le importa, dijo como si preguntara pero afirmando, el intrusismo laboral en su profesión? No, respondí por ganar tiempo y acabar con el muslo de pollo.
-En este país- gritó- todo el mundo se cree que puede escribir. Por eso se ven tantas obras mediocres.
-¿Dónde?- preguntaron desde el otro lado de la mesa.
-En el teatro.
-¿Va usted mucho al teatro?- pregunté yo, en voz baja.
-No me gusta el teatro- se sinceró el cerrajero, con una mano en el estómago. Y añadió- y además no soporto que la gente hable de lo que no conoce.
No entendí la frase, ni la mano en el estómago. La posición habitual, cuando  se quiere demostrar sinceridad, es llevarla al pecho.
-¿Se encuentra bien?- pregunté con un ala entre los dedos.
-La carne me ha sentado mal.
Hablaba con pesadez. Como si todos los falsos escritores a los que se refería se le hubiesen tirado al cuello y lo estuvieran ahorcando.
-¿Quiere que llamemos a una ambulancia?
El hombre me miró con altivez.
-No es necesario.
Abrió el bolsillo del abrigo y comenzó a sacar pastillas.
-Tengo espidifent, paracetamol, omeprazol, butilhioscina, bucapina, diclofenaco, amoxicilina e ibuprofeno.
Pensé que las tomaría todas, pero se limitó a tomar un espidifent para el dolor de cabeza y un omeprazol para el del estómago.
-Es lo que mejor me funciona- dijo.
El chico que estaba sentado a su izquierda dijo que el omeprazol sirve para proteger el estómago antes del dolor, no después. El cerrajero no estaba de acuerdo. Desde el otro extremo de la mesa una chica dijo que tenía las piernas hinchadas, y recibió un ibuprofeno. El camarero, al pasar, recibió un paracetamol. Aquello parecía una farmacia. 
-¿Y tú?- me dijo el cerrajero- ¿Qué tal haces las digestiones?
-Bien. Muchas gracias.
-¿No quieres nada?
-No es necesario.
-¿Ni siquiera tiene dolor de espalda? ¿O de omoplatos?
-Pero ¿duelen los omoplatos?
-A mí me han dicho que sí. Más que las amígdalas.
A partir de ese instante noté un leve cosquilleo en la espalda, a esa altura.
-Joven- preguntaron desde otra mesa- ¿tiene algo para el reúma?
-¿Y para el cansancio?- dijo una chica joven que estaba frente a mí en la mesa.
-Yo en ese caso- respondí sin que nadie me preguntara- me conformo con dormir. El cansancio se cura rápido.
Pero ya habían volado dos pastillas. La chica me miró con desprecio, y las mezcló con agua. A mí me seguían doliendo los omoplatos.
No le di importancia, y regresé a casa sin pastillas. Desde entonces, desgraciadamente, siento un dolor que no me deja vivir. Fui al médico y no me dio receta. Dijo que el dolor era psicológico, y que se me pasaría con el tiempo. No se pasa. Tan sólo me alivia frotar la espalda contra la puerta de mi habitación. Pero el dolor vuelve enseguida. Así que voy a dejar las llaves puestas en la cerradura y voy a salir, como distraído, así a la vuelta no tendré más remedio que llamar al cerrajero, para que me cure.