martes, 23 de septiembre de 2014

El Orzuelo

-Así que es usted el redactor de este relato- preguntó, entregándome un folio impreso.
-Sí, soy yo.
-Y pretende que lo publiquemos.
-No. Es decir, sí. siempre que ustedes quieran, claro.
Se inclinó para observarme. Yo estaba muy nervioso.
-Lo he leído.
-Se lo agradezco- respondí.
-No es malo.
-¿Eso quiere decir que tampoco es bueno?
-¿Por qué me interrumpe?
-Perdón, perdón.
-Le digo que no es malo. Pero es impublicable.
-En ese caso...- me levanté.
-Pero ¿dónde va? Siéntese, joder.
-Me siento, me siento.
-Hay una frase que no me quito de la cabeza.
-¿Del... del artículo?
-Del artículo, claro, si no no se lo estaría explicando.
-Sí, claro.
-Está en la cuarta línea del segundo párrafo. ¿La encuentra?
-Estoy buscando.
-Aquí.
Señaló con el dedo una línea. Yo la leí en silencio. No encontré nada extraño. Pero no me atreví a contradecirle.
-¿Qué significa?- preguntó.
-¿El qué?
-Su frase: “Impávido como un orzuelo”.
-Ah, eso. Es una metáfora.
-Ya sé que es una metáfora. Yo mismo he escrito metáforas. Pero esta... Esta no se entiende.
-¿No se entiende?
-Blanco como la nieve-aclaró- también es una metáfora.
-Muy gastada.
-Muy gastada, pero se puede entender. “Impávido como un orzuelo” no se entiende.
-No se entiende- asumí.
-He buscado en el diccionario. Orzuelo tiene tres definiciones.
-Sí, sí.
-Pero supongo que se refiere a la primera de ellas.
-Creo que sí.
-Yo mismo- carraspeó- yo mismo tengo un orzuelo.
-Sí. Me había dado cuenta.
-¿Y qué?- Preguntó poniendo su orzuelo frente a mis ojos- ¿Le parece impávido?
Permanecí unos segundos inmóvil, tanto como su orzuelo, incapaz de una respuesta.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El Pequeño Payaso

Había nacido payaso, un gran payaso, pero nadie se lo dijo. Así que pasó los años fingiendo una

dignidad que no poseía. Jamás medró: era incapaz de escupir, de levantarse encima de otro; de fingir

humanidad, pues la sentía. Un día, en una reunión sin importancia, dijo en voz alta:

-Definitivamente, no soy nadie.

Y todos estaban de acuerdo.

Porque nadie prestó atención a un hombre que no sabía levantar la voz, ni golpear con furia la mesa

para defender sus ideas. Cuando alguien le escuchaba, y eso ocurría pocas veces, no podía evitar una

sonrisa

-Serías un gran humorista- solía decirle.

-Siempre que tuviera talento para el humor.

Pronto sintió la soledad a sus espaldas. Veía el mundo como un campo de dolor, pero a nadie le

interesaba.

Una noche hizo una prueba de monologuista. Le dejaron un micrófono y subió a un pequeño

escenario.

-¿Saben por qué llevo un pañuelo en los ojos?- dijo- Porque me aterra mirar la realidad.

Nadie rió.

-¿Y saben por qué nunca tuve pareja? Por lo que se dice de los amantes: de ellos es el reino de los

celos.

No supo continuar. Nadie le miraba.

La última vez que le vi llevaba un sombrero de tela. Nos dimos un abrazo, breve, casi confuso. Quise

saber qué había sido de su vida.

-Nada. Trabajo en una tienda de paraguas. Cada vez se vende menos. Ya no hay tantos charcos como

antes.

-¿Y el humor?

-¿Qué quieres? Nadie entendió mis bromas. No merece la pena intentarlo.

Se alejo, arrastrando los zapatones, sumido en sus pensamientos.

domingo, 24 de agosto de 2014

El Único Testigo

-Sí, sí, sí. Escuchen. Yo, yo soy el único testigo. Yo lo vi todo, todo. ¿Con quién  hablo? Ah, ¿Radio Nacional de España? Estupendo. Sí, os escucho bastante. Bueno, de vez en cuando. Soy más de televisión, ¿sabe? Ah, sí, perdón. Claro. Ya le decía. Yo lo vi todo. Ya le expliqué a la policía, sí, ya le expliqué. Me han tomado los datos. Para declarar, claro. Soy el único testigo. Ha sido una desgracia ¡una desgracia! Se le veía tan joven, bueno, creo que se le veía joven. Soy miope ¿sabe usted? Y no pude verle bien la cara. Bueno, ni la cara ni el cuerpo. En realidad pudo ser una mujer, tampoco estoy seguro. Pero yo creo que era más hombre que mujer, me lo dice la intuición. y esa no se equivoca. Y luego el coche, más que coche camioneta, o tal vez un camión. No, un coche no fue, porque oí el claxon, y los coches no tienen ese claxon. Y encima en un paso de cebra, o al menos en una línea continua, sí, había una línea en el suelo... ¿oiga? ¿Por qué se marcha? ¿Oiga?

martes, 19 de agosto de 2014

Las Manos Rugosas

Hace una semana, mientras tecleaba en el ordenador, observé mis manos. Me pareció extraño no haberme dado cuenta de que están rugosas, y traté de recordar. Hace quince años, estoy seguro, tenía las manos firmes, juveniles, casi perfectas. ¿Qué ha podido ocurrir? ¿Será verdad que me estoy haciendo mayor? Eso me preocupa. Tal vez envejezco, aunque no sea consciente de ello. He decidido comprobarlo. Así que, desde el jueves, me he sentado con las manos sobre la mesa, a esperar. Por el momento, aclaro, no noto cambio alguno. Pero tal vez es pronto. Cuando lleve un mes o dos en esta postura sabré si las arrugas son casuales, o es que de verdad envejezco. Prometo informar de mis conclusiones. Si no me canso antes, que la espalda comienza a dolerme con más fuerza que hace quince años. 

viernes, 18 de abril de 2014

El manantial (fragmento)

Mario.- ¿Quieres que te ayude?
Carmen.- No, no, vuelve con tu mujer.
Mario.- ¡Carmen!
Carmen.- Mario, te espera tu esposa.
Mario.- Está reposando ¿Te ayudo con las verduras?
Carmen.- Regresa con ella.
Mario.- A ella la tendré toda la vida. A ti tan sólo hoy.
Carmen.- (Repite inconscientemente) Sólo hoy.
Mario.- ¿Te importa si fumo? Bueno, ¡qué te va a importar! Siempre fumaba en la cocina.
Carmen.- Haz lo que quieras.
Mario.- (Saca el tabaco de liar, duda) ¿Qué quieres que haga?
Carmen.- Saca la lechuga del frigorífico. Está en la bandeja de abajo.
Mario.- Ya tengo la lechuga ¿qué hago con ella?
Carmen.- Ponla sobre un plato.
Mario.- Nos casamos hace cuatro meses.  Quería que fueras la primera persona en saberlo, porque... porque siempre estuviste pendiente de mí.
Carmen.- Cenamos y os marcháis.
Mario.- Has hecho tanto, que siempre te estaré agradecido.
Carmen.- Mejor no hablamos de esto, ¿te importa?
Mario.- No creerías cuántas veces cogí el teléfono, pero nunca tuve el valor de llamar. No era algo que pudiera contarse a distancia. Después todo ocurrió deprisa. El niño...
Carmen.- ¿No querías tener un niño?
Mario.- ¡Nadie dice por teléfono: voy a ser padre!
Carmen.- Imagino que no.
Mario.- Entonces decidí venir, solo. Te lo juro ¡Solo! Matilde se empeñó. Quería conocerte, porque te admiraba a través de mis ojos. ¿Has oído? ¡Mi mujer te admira!

Carmen mira con tristeza a Mario. Matilde trata de escuchar.

Carmen.- La lechuga.
Mario.- ¿Qué quieres que haga con la lechuga?
Carmen.- Busca un cuchillo y la abres. Después le arrancas el corazón.

sábado, 8 de marzo de 2014

La Desgraciada y Triste Muerte de Alfonso Payés

¡Ay, Alfonso, mira que estabas advertido! Un hombre como tú no debía entrar a un cementerio. ¡Nunca! Te lo había dicho muchas veces: la curiosidad te matará. Pero tú, terco y furioso, no quisiste hacerme caso. ¿Por qué compraste, Alfonso, esas orquídeas rojas? ¿Por qué cruzaste la valla del camposanto? Nada bueno podía surgir de una visita así. ¡Ay, Alfonso, con lo que tú amabas la vida! Decías que jamás querías morir, que tal vez eras ya inmortal ¿por qué arriesgaste tu suerte? ¿Por qué?
Era una noche desagradable. El viento tuvo que helar tus orejas. Además, la escarcha tenía que impedirte caminar. Y sin embargo entraste, con tus orquídeas rojas. Alfonso, tú nunca me engañaste. A ti no te daba miedo la muerte. Por eso caminaste entre tumbas. Pienso que ibas mirando las lápidas, leyendo las inscripciones, fijándote en las fechas, en los años vividos por los difuntos. ¡Ay, Alfonso, por qué tentaste de tal modo tu suerte! Otro en tu lugar se hubiera arrepentido. Era sencillo: bastaba con poner rostro lúgubre, disculparse con los muertos, y salir. Sí, salir, nada más... todo hubiera sido como hasta entonces, y ahora serías como nosotros. Pero avanzaste entre las tumbas...
¿Para quién eran las flores? No se compran orquídeas para dejarlas sobre una lápida cualquiera. ¿A quién buscabas que estuviese allí? Venías de otro pueblo, Alfonso, era tu tercer día en la ciudad. No conocías a nadie ¡Ni vivo ni muerto! Pero tú seguiste tu camino, despreciando la vida. Paseaste bajo de los cipreses, que no podían darte sombra. Y encontraste aquella lápida. Debió de ser a medianoche. Entre dos mausoleos una zanja, tan larga como tu cuerpo, tan estrecha que no podrían caber en ella dos hombres. ¡Aquella lápida, Alfonso! ¿Por qué tenías que agacharte para leer el nombre? ¿No te bastaba con el absurdo paseo? ¿Necesitabas saberlo todo? ¡Qué sorpresa tuviste que llevarte! Me lo puedo imaginar... Allí, en el mármol, con caracteres negros, y muy grandes, leíste: “Aquí yace Alfonso Payés Antón”. Y ese eras tú, ¡ja ja ja!, Alfonso; tú eras aquel que debía yacer allí.
Tendrías que haber huido. ¿Por qué te quedaste? Estabas fuera de la tumba. La zanja permanecía abierta, y tal vez se hubiese quedado así durante muchos años. Es probable que el operario del ayuntamiento, por previsión, hubiera cavado tu tumba en sus ratos libres. Sólo por si te morías de improviso en su pueblo, donde nadie te conocía. ¿Por qué te quedaste, Alfonso? ¿Por qué te inclinaste sobre ella y comenzaste  a frotar con la manga de la camisa el mármol? ¿Qué importaba que tuviese algo de barro? Podía limpiarse más adelante, cuando fuese a ser utilizada, no era necesario que salivases sobre ella y dejases tu nombre brillante. No, no era necesario. Llamabas a la desgracia. Nunca lo entenderé, Alfonso. Te quedaste casi una hora, arrodillado, delante de la zanja. No sé en qué pensabas, pero imagino tu rostro cuando, al levantarte, te encontraste frente a la muerte.
Algunos piensan que palideciste, que tus cabellos se tornaron canos, pero esos no te conocen. “Alfonso Payés, les digo con orgullo, jamás temió a la muerte. Si algo hizo fue analizarla con curiosidad”. Yo, en tu lugar, hubiera salido corriendo. Pero tú no. Tú miraste a la muerte. La observaste sorprendido, porque, en lugar de azada, llevaba una pala en su mano derecha. Ella bailó ante ti, estoy seguro, y tú bailaste con ella. No podía ser de otro modo. Lo que más te molestó es que no tuviera forma de cadáver, pero tampoco rostro humano. Quisiste dibujarla, o al menos hacer una descripción de su figura, pero ella se negó. ¡Ay, Alfonso, eso debió de enojarte bastante! Si no fuera por tu carácter... porque ella, estoy seguro, te pidió que te marcharas. No quería darte el abrazo eterno, ¡no quería! Y tú, terco como siempre fuiste, tenías que hacerle unas preguntas. ¡Nadie hace preguntas a la muerte! nadie... menos tú. No hay forma de hacerte callar. Por eso preguntaste si hay vida tras la muerte. Y ella se negó a responder ¡Y ni aún así huiste! ¿Por qué, Alfonso? ¿Por qué tenías que hacer otra pregunta? ¿Era necesario que preguntaras si era la primera vez que os veíais? Imagino tu cara cuando te dijo que no. Que ella te había estado rondando al menos ocho veces. ¿Cuándo? Preguntaste con curiosidad. Imagino tu sorpresa, Alfonso, cuando supiste que uno vive mientras no desea morir. Era un gran descubrimiento. Con eso te hubiese bastado para salir corriendo. Pero  la curiosidad te dominaba. ¿Por qué preguntaste para quién eran las orquídeas rojas? La muerte respondió que para ti. ¿Qué esperabas que dijese? Y ni aún así saliste corriendo. Querías saber si ella es la misma para todos los mortales. Y te dijo que no... Que cada uno de nosotros tiene su propia muerte, con su figura y su atuendo. ¿No era bastante, Alfonso? ¿Por qué te quedaste frente a ella? Te acercaste a su brazo derecho para admirar la pala que sujetaba sobre tu cabeza. De nada sirvió el fétido olor que desprendía, ni la ira que se iba acumulando en sus ojos. Tenías que tocar la pala... Alfonso, ¿por qué lo hiciste? ¡Aquel acto era un desprecio! Tenía que ser castigado. Además, colocar las orquídeas en su brazo izquierdo era una burla inadmisible. ¿Por qué tenías que reírte? Sólo te faltó mear sobre sus faldas. Estoy seguro de que lo hubieras hecho, y creo que la muerte también lo pensó cuando te vio bajarte los pantalones. Por eso avanzó un par de pasos hacia ti, y te obligó a retroceder. Pero, Alfonso, con los pantalones bajados, y la confusión de la noche no podías ver dónde ponías los pies. ¿Qué tuvo de extraño que resbalases en la zanja que había sido abierta para ti? ¿Qué podías hacer sino asirte a la pala, sujetarte en ella y, aprovechando el impulso, empujar a la muerte al fondo de la fosa? ¿Y qué podías hacer sino aprovechar la pala para tapar con arena el agujero y depositar encima de la tierra, con delicadeza, el ramo  de orquídeas rojas?...
¿Y ahora, Alfonso, qué vas a hacer ahora, que has alcanzado la inmortalidad?