sábado, 8 de marzo de 2014

La Desgraciada y Triste Muerte de Alfonso Payés

¡Ay, Alfonso, mira que estabas advertido! Un hombre como tú no debía entrar a un cementerio. ¡Nunca! Te lo había dicho muchas veces: la curiosidad te matará. Pero tú, terco y furioso, no quisiste hacerme caso. ¿Por qué compraste, Alfonso, esas orquídeas rojas? ¿Por qué cruzaste la valla del camposanto? Nada bueno podía surgir de una visita así. ¡Ay, Alfonso, con lo que tú amabas la vida! Decías que jamás querías morir, que tal vez eras ya inmortal ¿por qué arriesgaste tu suerte? ¿Por qué?
Era una noche desagradable. El viento tuvo que helar tus orejas. Además, la escarcha tenía que impedirte caminar. Y sin embargo entraste, con tus orquídeas rojas. Alfonso, tú nunca me engañaste. A ti no te daba miedo la muerte. Por eso caminaste entre tumbas. Pienso que ibas mirando las lápidas, leyendo las inscripciones, fijándote en las fechas, en los años vividos por los difuntos. ¡Ay, Alfonso, por qué tentaste de tal modo tu suerte! Otro en tu lugar se hubiera arrepentido. Era sencillo: bastaba con poner rostro lúgubre, disculparse con los muertos, y salir. Sí, salir, nada más... todo hubiera sido como hasta entonces, y ahora serías como nosotros. Pero avanzaste entre las tumbas...
¿Para quién eran las flores? No se compran orquídeas para dejarlas sobre una lápida cualquiera. ¿A quién buscabas que estuviese allí? Venías de otro pueblo, Alfonso, era tu tercer día en la ciudad. No conocías a nadie ¡Ni vivo ni muerto! Pero tú seguiste tu camino, despreciando la vida. Paseaste bajo de los cipreses, que no podían darte sombra. Y encontraste aquella lápida. Debió de ser a medianoche. Entre dos mausoleos una zanja, tan larga como tu cuerpo, tan estrecha que no podrían caber en ella dos hombres. ¡Aquella lápida, Alfonso! ¿Por qué tenías que agacharte para leer el nombre? ¿No te bastaba con el absurdo paseo? ¿Necesitabas saberlo todo? ¡Qué sorpresa tuviste que llevarte! Me lo puedo imaginar... Allí, en el mármol, con caracteres negros, y muy grandes, leíste: “Aquí yace Alfonso Payés Antón”. Y ese eras tú, ¡ja ja ja!, Alfonso; tú eras aquel que debía yacer allí.
Tendrías que haber huido. ¿Por qué te quedaste? Estabas fuera de la tumba. La zanja permanecía abierta, y tal vez se hubiese quedado así durante muchos años. Es probable que el operario del ayuntamiento, por previsión, hubiera cavado tu tumba en sus ratos libres. Sólo por si te morías de improviso en su pueblo, donde nadie te conocía. ¿Por qué te quedaste, Alfonso? ¿Por qué te inclinaste sobre ella y comenzaste  a frotar con la manga de la camisa el mármol? ¿Qué importaba que tuviese algo de barro? Podía limpiarse más adelante, cuando fuese a ser utilizada, no era necesario que salivases sobre ella y dejases tu nombre brillante. No, no era necesario. Llamabas a la desgracia. Nunca lo entenderé, Alfonso. Te quedaste casi una hora, arrodillado, delante de la zanja. No sé en qué pensabas, pero imagino tu rostro cuando, al levantarte, te encontraste frente a la muerte.
Algunos piensan que palideciste, que tus cabellos se tornaron canos, pero esos no te conocen. “Alfonso Payés, les digo con orgullo, jamás temió a la muerte. Si algo hizo fue analizarla con curiosidad”. Yo, en tu lugar, hubiera salido corriendo. Pero tú no. Tú miraste a la muerte. La observaste sorprendido, porque, en lugar de azada, llevaba una pala en su mano derecha. Ella bailó ante ti, estoy seguro, y tú bailaste con ella. No podía ser de otro modo. Lo que más te molestó es que no tuviera forma de cadáver, pero tampoco rostro humano. Quisiste dibujarla, o al menos hacer una descripción de su figura, pero ella se negó. ¡Ay, Alfonso, eso debió de enojarte bastante! Si no fuera por tu carácter... porque ella, estoy seguro, te pidió que te marcharas. No quería darte el abrazo eterno, ¡no quería! Y tú, terco como siempre fuiste, tenías que hacerle unas preguntas. ¡Nadie hace preguntas a la muerte! nadie... menos tú. No hay forma de hacerte callar. Por eso preguntaste si hay vida tras la muerte. Y ella se negó a responder ¡Y ni aún así huiste! ¿Por qué, Alfonso? ¿Por qué tenías que hacer otra pregunta? ¿Era necesario que preguntaras si era la primera vez que os veíais? Imagino tu cara cuando te dijo que no. Que ella te había estado rondando al menos ocho veces. ¿Cuándo? Preguntaste con curiosidad. Imagino tu sorpresa, Alfonso, cuando supiste que uno vive mientras no desea morir. Era un gran descubrimiento. Con eso te hubiese bastado para salir corriendo. Pero  la curiosidad te dominaba. ¿Por qué preguntaste para quién eran las orquídeas rojas? La muerte respondió que para ti. ¿Qué esperabas que dijese? Y ni aún así saliste corriendo. Querías saber si ella es la misma para todos los mortales. Y te dijo que no... Que cada uno de nosotros tiene su propia muerte, con su figura y su atuendo. ¿No era bastante, Alfonso? ¿Por qué te quedaste frente a ella? Te acercaste a su brazo derecho para admirar la pala que sujetaba sobre tu cabeza. De nada sirvió el fétido olor que desprendía, ni la ira que se iba acumulando en sus ojos. Tenías que tocar la pala... Alfonso, ¿por qué lo hiciste? ¡Aquel acto era un desprecio! Tenía que ser castigado. Además, colocar las orquídeas en su brazo izquierdo era una burla inadmisible. ¿Por qué tenías que reírte? Sólo te faltó mear sobre sus faldas. Estoy seguro de que lo hubieras hecho, y creo que la muerte también lo pensó cuando te vio bajarte los pantalones. Por eso avanzó un par de pasos hacia ti, y te obligó a retroceder. Pero, Alfonso, con los pantalones bajados, y la confusión de la noche no podías ver dónde ponías los pies. ¿Qué tuvo de extraño que resbalases en la zanja que había sido abierta para ti? ¿Qué podías hacer sino asirte a la pala, sujetarte en ella y, aprovechando el impulso, empujar a la muerte al fondo de la fosa? ¿Y qué podías hacer sino aprovechar la pala para tapar con arena el agujero y depositar encima de la tierra, con delicadeza, el ramo  de orquídeas rojas?...
¿Y ahora, Alfonso, qué vas a hacer ahora, que has alcanzado la inmortalidad?

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