lunes, 19 de abril de 2010

Gigantes

-Amigo Sancho, ¿no ves que no son gigantes, sino molinos?
-Mi señor Don Quijote. ¿Acaso un molino mueve los brazos gritando al cielo blasfemias que un castellano viejo no puede tolerar? ¡No los mueve! ¿No es cierto, mi señor? Entonces, ¿a qué espera? Ataque, venza a los gigantes en desigual batalla, que aquí estaré yo, observando la fuerza de su ilustre brazo, para dar cuenta de su poder a mi señora Dulcinea.
-Dices bien- amigo Sancho-, y si muero dile que lo hice por defender...
-Basta de palabras. Los gigantes esperan...
-No habrá peligro, si no que avancen...
-¿Tiene miedo vuesa merced?- replicó Sancho.
-Dígote, Sancho, que jamás se dirá de mí, que tuve miedo de gigantes ni encantadores. ¡Llegaos a mí, malandrines, y probad la fuerza de mi brazo!
Viendo que el escudero se apartaba, sujetó a Rocinante, que pastaba con gran placer, y le obligó a comenzar el galope. Sancho, mientras tanto, no dejaba de reírse para sus adentros de la simplicidad de su amo, mientras acariciaba al rucio, al que decía:
-Voy a anotar esta historia, tal vez pueda venderla a uno de esos ciegos que van por las ventas cantando romances. Si mi amo es tan imbécil como me parece, tal vez vendiendo sus majaderías termine por comprarme una de esas ínsulas, que tan absurdamente me promete.
Después se acercó, cabizbajo, escondiendo con los puños la risa, a recoger los restos del maltrecho caballero.

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