lunes, 22 de marzo de 2010

De Huevos

El creador, inspirado, ideó un huevo. Lo cascó contra la mesa y lo abrió. De él salió un ser con extremidades largas y una gran cabeza, que comenzó arrastrándose como el gusano para terminar a cuatro patas. De un impulso, el demiurgo le obligó a levantarse. Enderezó su cuerpo. Con una uña le aplastó las patas traseras, para que se sujetase en ellas. El creado, que notó sus movimientos, comenzó a andar de un lado a otro, mirando, riendo y llorando sucesivamente. Pronto comenzó a hablar, hablar, hablar y hablar. Su creador, aburrido, lo aplastó para dividirlo en dos. Había que ver aquello: ambos seres se miraban con curiosidad, se palpaban, y veían lo bien que se compenetraban. Al entrar en contacto se creían dioses y como a tales se trataban. Pronto comenzaron a destruirse y amarse a la par. Eso regocijaba al demiurgo, que, ora a uno, ora a otro, perjudicaba o ayudaba; bien dándoles palabras precisas con las que atacar, bien vaciándoles de ideas. Las peleas fueron cada vez más violentas, y los acuerdos cada vez menos duraderos. Hasta que el creador, harto de la tensión, los destruyó con la palma de la mano. Sus restos fueron a la gran papelera, junto con su recuerdo.
El demiurgo se aburría de nuevo, sólo en su infinito. En un acto involuntario, extrajo de la gran cesta un millar de huevos, y rompió todas las cáscaras sobre la mesa...

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