Le envío a una amiga mi último relato. No sé qué pensar. Mientras lo escribía me sentía Cervantes, pero al acabar ya no me interesa. Me parece mediocre, insípido, frustrado. Ella tarda dos días en leerlo. Mejor así, porque para cuando responde ya no recuerdo haberlo escrito. La respuesta, escueta, dice “me gusta, esperaba otro final”. Me preocupo. ¿Quién se cree que es para esperar otro final? Le escribo, amable aunque irritado: “¿te parece previsible?” Responde “Un poco”.
Entonces me llevo las manos a la cabeza y comienzo a sudar. Soy previsible, repito, soy previsible. Ella esperaba otro final, todo el mundo esperará otro final, y yo les doy el que suponen.
La escribo de nuevo “¿Qué esperabas?” “No sé- responde- otra cosa”. Sí, me digo, otra cosa, pero ¿qué? Y vuelvo a preguntar. Ella empieza a cansarse y me ofrece su visión de mi angustia “¿Crees que los cirujanos van por ahí preguntando a los pacientes si les gusta la operación, si andan con naturalidad, si quieren que les haga algún retoque en la pierna?” No lo sé, nunca he sido cirujano. Aunque supongo que no. Sin embargo entiendo que hay algún mensaje que me quiere transmitir y no he entendido. “¿Qué esperabas, entonces?” La pregunto, desesperado. Ya no me contesta. No puedo vivir así, tengo que actuar, así que me voy a visitarla. Me abre la puerta con una bata blanca y el pelo alborotado. Intuyo que llego en mal momento, pero me invita a pasar. Allí dentro, sentado en el sofá, con otra bata blanca, está un hombre sonriente. Es Ricardo, mi novio, dice ella. Encantado, le digo, ¿ha leído mi último relato? Ricardo no ha leído ninguno, ni siquiera sabe quién soy. Estupendo, pienso, y saco un ejemplar que llevo en el bolsillo desde que lo escribí. Ella intenta hablar, pero la hago gestos para que calle. Necesito una opinión sincera, sin prejuicios.
Ricardo lee el relato. Alguna vez amaga una sonrisa, pero no llega a estallar. Asumo mi fracaso. No tengo tiempo de lamentarme. Necesito que termine de leer y me cuente. Al fin acaba, afortunadamente es un relato breve. “Me gusta”, dice, como dice todo el mundo. “Pero...” Ella intenta que se calle, le hace un gesto qué él no ve, “tal vez el final sea previsible”. Ella suspira y declara que va a hacer café. Yo me siento al lado del novio, muy nervioso, y saco un bolígrafo del bolsillo. Me gustaría lanzarme sobre él, clavarle el bolígrafo en la yugular, pero no sirvo para esas cosas, así que me conformo con un gesto que le indica que siga hablando. “No sé, es previsible, pero no puedo decirle más. Yo no escribo historias. Pero me ha gustado”, añade, y eso me destroza los nervios.
“Lo voy a destruir”, digo al fin. Ricardo protesta, pero la decisión está tomada. Si el cuento no sirve, pues no sirve, ya haré otro mejor. “El cuento es magnífico”, dice ella con una taza humeante entre las manos, “es sólo el final”. “¿El final? ¿El final?” Pregunto histérico, “Pero las historias deben de tener un final ¿no es así? ¿No es lo que espera el público?” Y salgo tras dar un portazo.
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