Algunas
veces cambia el color de las baldosas. La culpa es mía, pienso, por que no las
miro lo suficiente. Tal vez sean siempre azules, tal vez siempre rojas, o
marrones, o tal vez depende del día. Acostumbrado a posar los dedos sobre el teclado
del ordenador, ya ni observo lo que me rodea. Anteayer, sin ir más lejos,
entraron a robar en casa. Yo lo vi, de reojo, casi sin querer, pero no me
levanté, por no molestar. Además, me dije, como no tengo nada de valor es mejor
no interrumpir. Seguí tecleando, buscando la historia que nunca encuentro, la
idea perfecta, el cuento sublime. Vi durante un instante cómo se llevaban el
violoncello, pero callé, porque no sé tocarlo, y con el tiempo se ha convertido
en un objeto más; incluso, imagino, ha perdido su musicalidad. Ahora es un
mueble entre los muebles.
Vi cómo desenchufaban la tele y la cargaban entre
dos hasta la puerta. Tampoco me importó. No la enciendo nunca. Así me servirá,
pensé, para justificar ante mis amigos que no veo tal programa, ni sé quién es
aquella presentadora famosa de la que (y a la que) nunca oí hablar.
Uno de los ladrones me quitó el ordenador. Eso ya
era demasiado. ¿Qué iba a hacer sin mis teclas y mis palabras? Me levanté y
seguí al ladrón. Tuve que apartarme, porque, a cambio, me traían un sofá, y por
poco caigo encima. Lo miré, sorprendido, y me senté en él. ¡Qué cómodo! ¡Qué
confortable! Verdaderamente valía la pena perder todo lo demás.
Así que ahora
escribo a mano.
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