Algunas mañanas me entretengo realizando divisiones. No me refiero a operaciones aritméticas, que superé hace algunos años, sino a divisiones en grupo. Entonces pienso que hay dos tipos de personas, las fumadoras y las que no. Yo entro en el primer grupo, pese a que sólo fumo un cigarrillo al mes, y en domingo. Satisfecho de mi conclusión, lo intento de nuevo. Hay dos grupos de personas: los solteros y los casados. Me refiero a estados actuales, para estar en el primer grupo, aunque de vez en cuando me doy el placer de pasar por el segundo. Y sigo: hay dos tipos de personas, los sinceros y los mentirosos.
Ahí me detengo.. No conozco a nadie del primer grupo. Sólo yo mismo, transparente como soy, pues eso decía mi segunda mujer. Esto requiere reflexión, me digo, y me asomo a la ventana. Allí, después de observar cómo pasa la gente en silencio, me parece comprender que, cuando no se habla, tampoco se puede mentir. Así que el que calla es, al menos, honesto. Entonces, pienso, algún sincero más habrá, aunque no lo conozca.
Hay dos tipos de personas, continúo, los agradables y los que no lo son. Es subjetivo, lo sé, porque quienes nos parecen agradables a otros les parecen lo contrario. Pero acepto la subjetividad, porque esto es una lista personal, y por tanto, incapaz de ser objetiva ¡ni falta que hace!
Hago varias listas, hasta que llega la inevitable: hay dos tipos de personas, las altas y las bajas. Aquí me detengo, frustrado, pues sé que no tiene salida. ¿Hasta qué altura se es bajo? ¿Desde qué altura se es alto? ¿Las cifras pueden coincidir?
He decidido que un metro setenta, mi altura, es la altura media ¿Soy alto o bajo? La decisión es compleja. Sé que no soy una cosa ni la otra, pertenezco a un grupo inexistente. Y ese es el fracaso de mis listas. No me puedo permitir otro fracaso, así que finjo que soy alto (lo prefiero), que la lista está bien hecha, y decido dedicarme a otra cosa. Pero como es domingo, y no tengo nada que hacer, enciendo un cigarrillo que fumo, para matar el tiempo, como si de verdad me gustara el humo que arroja a los pulmones.
sábado, 24 de noviembre de 2012
El Testigo
-¡Este es mi testigo!
El acusado muestra a un hombre entre el público, que mira extrañado.
-Acérquese- dice el juez.
-¿Me lo dice a mí?
-Sí, a usted.
El hombre, asustado, se acerca.
-¿Cómo se llama?
-Benicio Alvalle Parrilla.
-¿Puede mostrar su documento de identidad?
Benicio revisa sus bolsillos, de donde caen unas monedas. Al fin logra sacar el documento.
-¿Desde cuando conoce al acusado?
Benicio está tan nervioso que no sabe qué responder. El juez, impaciente, repite la pregunta. Benicio mira al joven acusado. Éste le sonríe y le susurra en voz baja.
-Se refiere a la cifra en minutos.
-¿En minutos?
-Sí. En minutos.
-Quince- dice al fin Benicio.
-De acuerdo- repite el juez entre dientes- Quince años, sorprendente- y añade en voz alta- Prosigamos. Durante todo este tiempo, me figuro, algunas veces habrá visto al acusado, y otras veces no.
-¡Oh, no!- dice Benicio- Lo he visto siempre.
-¿Cómo dice? ¿Siempre?
-Sí. Cada minuto.
-¡Oh, vaya, ese dato es revelador! ¿Dice usted que le ha visto a cada minuto?- Benicio asiente- Entonces- añade el juez escupiendo al hablar- ¿vio cómo transgredía la ley, motivo por el cual hoy le juzgamos?
-No, señor.
-¡Vaya, vaya! ¿Está seguro de lo que dice?
-Sí, señor.
-Usted ¿qué es? ¿Su cómplice?
-¿Eh?
Indignado y temeroso, Benicio es incapaz de añadir nada más.
-Si fuera mi cómplice- irrumpe el acusado- no podría ser mi testigo.
-¿Qué quiere decir?
-Y como es mi testigo, entonces...
-Entonces ¿qué?
-No puede ser mi cómplice.
El juez reflexiona. Mira a Benicio, que suda y resopla.
-Sí. Eso es obvio- dice al fin el juez. Y benicio cae al suelo, agotado.
El acusado muestra a un hombre entre el público, que mira extrañado.
-Acérquese- dice el juez.
-¿Me lo dice a mí?
-Sí, a usted.
El hombre, asustado, se acerca.
-¿Cómo se llama?
-Benicio Alvalle Parrilla.
-¿Puede mostrar su documento de identidad?
Benicio revisa sus bolsillos, de donde caen unas monedas. Al fin logra sacar el documento.
-¿Desde cuando conoce al acusado?
Benicio está tan nervioso que no sabe qué responder. El juez, impaciente, repite la pregunta. Benicio mira al joven acusado. Éste le sonríe y le susurra en voz baja.
-Se refiere a la cifra en minutos.
-¿En minutos?
-Sí. En minutos.
-Quince- dice al fin Benicio.
-De acuerdo- repite el juez entre dientes- Quince años, sorprendente- y añade en voz alta- Prosigamos. Durante todo este tiempo, me figuro, algunas veces habrá visto al acusado, y otras veces no.
-¡Oh, no!- dice Benicio- Lo he visto siempre.
-¿Cómo dice? ¿Siempre?
-Sí. Cada minuto.
-¡Oh, vaya, ese dato es revelador! ¿Dice usted que le ha visto a cada minuto?- Benicio asiente- Entonces- añade el juez escupiendo al hablar- ¿vio cómo transgredía la ley, motivo por el cual hoy le juzgamos?
-No, señor.
-¡Vaya, vaya! ¿Está seguro de lo que dice?
-Sí, señor.
-Usted ¿qué es? ¿Su cómplice?
-¿Eh?
Indignado y temeroso, Benicio es incapaz de añadir nada más.
-Si fuera mi cómplice- irrumpe el acusado- no podría ser mi testigo.
-¿Qué quiere decir?
-Y como es mi testigo, entonces...
-Entonces ¿qué?
-No puede ser mi cómplice.
El juez reflexiona. Mira a Benicio, que suda y resopla.
-Sí. Eso es obvio- dice al fin el juez. Y benicio cae al suelo, agotado.
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martes, 23 de octubre de 2012
-Y ahora ¿Qué?
Reposa sobre la mesa. Los pies cruzados, la mano izquierda sosteniendo una quijada de juguete. Piensa. Llevó a sus personajes, sólo tres, hasta el límite de la imaginación, y de pronto no sabe qué hacer con ellos.
-Vamos, que espero tus indicaciones.
El que le apremia vive sin rostro, sin labios, sin ropa, casi despellejado, limpio por lo desconocido. No pidió vivir, y esa vida que tiene, prestada, reducida a diez líneas, no aclara, sino emborrona su físico y sus ideas. Le parece el peor de los destinos.
-¿Avanzo?- pregunta- ¿O retrocedo?
Todo con tal de no quedarse ahí, en un lugar tan tímido en el esbozo, que puede ser pueblo, desierto, carretera o trigal. Huye. O al menos huía. Porque su creador, vacío, seca ya la simiente, lo abandona, encerrado entre algunas palabras que no reconoce como propias.
Pasan los días. El texto, olvidado, cae al suelo. Alguien lo pisa. El héroe intenta gritar, pero su enfado es mudo: no tiene lengua aquel que no tiene labios. Sus enemigos, parece, ya nunca le darán alcance, porque dormitan inertes, entre párrafos y maleza. Una mano los ahoga. A todos. Una mano que, como un vendaval, crea un círculo eterno, un mechón de indiferencia, y así caen, sepultados, mezclados, boca abajo, en la papelera del olvido.
-Vamos, que espero tus indicaciones.
El que le apremia vive sin rostro, sin labios, sin ropa, casi despellejado, limpio por lo desconocido. No pidió vivir, y esa vida que tiene, prestada, reducida a diez líneas, no aclara, sino emborrona su físico y sus ideas. Le parece el peor de los destinos.
-¿Avanzo?- pregunta- ¿O retrocedo?
Todo con tal de no quedarse ahí, en un lugar tan tímido en el esbozo, que puede ser pueblo, desierto, carretera o trigal. Huye. O al menos huía. Porque su creador, vacío, seca ya la simiente, lo abandona, encerrado entre algunas palabras que no reconoce como propias.
Pasan los días. El texto, olvidado, cae al suelo. Alguien lo pisa. El héroe intenta gritar, pero su enfado es mudo: no tiene lengua aquel que no tiene labios. Sus enemigos, parece, ya nunca le darán alcance, porque dormitan inertes, entre párrafos y maleza. Una mano los ahoga. A todos. Una mano que, como un vendaval, crea un círculo eterno, un mechón de indiferencia, y así caen, sepultados, mezclados, boca abajo, en la papelera del olvido.
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miércoles, 3 de octubre de 2012
Despedida (Fragmento)
Simón.- No lo sé. (La abraza suavemente) ¿Sabes? Un hombre, una vez, tuvo un sueño.
Sabel.- ¿Sí?
Simón.- Soñó una vez, y eso que no podía dormir.
Sabel.- ¿Y qué soñó?
Simón.- Que su jardín, bajo la tercera palmera, escondía un tesoro.
Sabel.- ¿Y qué ocurrió al despertar? ¿El tesoro estaba allí?
Simón.- Al despertar recordó que no tenía jardín, ni casa.
Sabel.- (Riendo) ¡Pues vaya una historia!
Simón.- Trabajó duramente diez años hasta comprar una casa con jardín. Cuando al fin era suya compró las herramientas precisas, pero comprobó que...
Sabel.- ¿Qué?
Simón.- Que en su jardín sólo había dos palmeras.
Sabel.- ¡Vaya!
Simón.- Así que plantó una tercera. Cuando estuvo crecida el hombre tenía ya setenta años.
Sabel.- ¡Qué desperdicio de vida!
Simón.- Es lo que ocurre cuando luchas por un sueño.
Sabel.- No te distraigas. ¿Qué pasó, entonces?
Simón.- El hombre, ya anciano, arrancó la palmera y comenzó a cavar. Día y noche, con las fuerzas que le quedaban, hasta que encontró una piedra de oro, enorme. Tan grande que no pudo sacarla con sus últimas fuerzas.
Sabel.- ¿Murió el anciano?
Simón.- No te adelantes. Pasó un hombre por allí y le pidió ayuda. El hombre preguntó qué le daría a cambio de la ayuda. El anciano, ocultando como podía el oro, respondió que su casa y su jardín. El hombre fue a buscar una cuerda para sacarle.
Sabel.- ¿Y le sacó? Seguro que le sacó. Todas las historias terminan bien.
Simón.- Tiró de la cuerda. Cuando estaba a mitad del camino, al anciano se le resbaló la piedra de oro entre las manos y cayó de nuevo.
Sabel.- ¿Ya está?
Simón.- Sí. El anciano ya no pudo bajar de nuevo. Ya no era su casa, ni su jardín.
Sabel.- ¿Y cuál es la moraleja?
Simón.- No lo sé. No me gustan las moralejas.
Sabel.- ¿Sí?
Simón.- Soñó una vez, y eso que no podía dormir.
Sabel.- ¿Y qué soñó?
Simón.- Que su jardín, bajo la tercera palmera, escondía un tesoro.
Sabel.- ¿Y qué ocurrió al despertar? ¿El tesoro estaba allí?
Simón.- Al despertar recordó que no tenía jardín, ni casa.
Sabel.- (Riendo) ¡Pues vaya una historia!
Simón.- Trabajó duramente diez años hasta comprar una casa con jardín. Cuando al fin era suya compró las herramientas precisas, pero comprobó que...
Sabel.- ¿Qué?
Simón.- Que en su jardín sólo había dos palmeras.
Sabel.- ¡Vaya!
Simón.- Así que plantó una tercera. Cuando estuvo crecida el hombre tenía ya setenta años.
Sabel.- ¡Qué desperdicio de vida!
Simón.- Es lo que ocurre cuando luchas por un sueño.
Sabel.- No te distraigas. ¿Qué pasó, entonces?
Simón.- El hombre, ya anciano, arrancó la palmera y comenzó a cavar. Día y noche, con las fuerzas que le quedaban, hasta que encontró una piedra de oro, enorme. Tan grande que no pudo sacarla con sus últimas fuerzas.
Sabel.- ¿Murió el anciano?
Simón.- No te adelantes. Pasó un hombre por allí y le pidió ayuda. El hombre preguntó qué le daría a cambio de la ayuda. El anciano, ocultando como podía el oro, respondió que su casa y su jardín. El hombre fue a buscar una cuerda para sacarle.
Sabel.- ¿Y le sacó? Seguro que le sacó. Todas las historias terminan bien.
Simón.- Tiró de la cuerda. Cuando estaba a mitad del camino, al anciano se le resbaló la piedra de oro entre las manos y cayó de nuevo.
Sabel.- ¿Ya está?
Simón.- Sí. El anciano ya no pudo bajar de nuevo. Ya no era su casa, ni su jardín.
Sabel.- ¿Y cuál es la moraleja?
Simón.- No lo sé. No me gustan las moralejas.
miércoles, 11 de julio de 2012
Menrag
Decidió que así era. De hecho había encargado unas cartulinas blancas, en las que, protegido por un rectángulo negro, podía leerse su nombre, y, debajo, subrayada, esa palabra: “creáloga”. Me enseñaron la tarjeta; no recuerdo quién, tal vez sea por culpa de la edad. Sorprendido, fui a verla. Había alquilado un local pequeño, en la Gran Vía.
- Así que usted es creáloga- dije.
- Eso es- respondió.
- ¿Hay muchas?
- Hasta donde sé, sólo una, la única, que soy yo. Al menos en España.
- Comprendo. ¿Y en qué consiste su invento?
- No es un invento- protestó.
- ¿Cómo lo definiría?
- Es un trabajo.
- De acuerdo. Un trabajo.
- Sirve para modernizar el idioma.
- ¡Qué interesante!
- Me dedico a crear palabras.
- ¿Podría darme un ejemplo?
- ¡Claro! ¿Cómo se llama?
- ¿Yo? Germán.
- Muy bien. Pues en su honor he creado “menrag”. Se habrá dado cuenta de que esa palabra está formada con las mismas letras de su nombre.
- Sí- respondí- ¿Y qué es un “menrag”?
- Ese es el paso siguiente.
Se concentró y de un salto se encaramó a la pared. Logró dar dos pasos antes de saltar. Cuando cayó, estaba exhausta.
- ¿Le parece que esta acción tiene nombre?
- Yo diría que no- contesté.
- Entonces- continuó, ufana- Esto que me ha visto hacer, y que puede repetir usted mismo si lo desea, es un “menrag”.
- ¿En serio? ¿Ha creado esa palabra para mí?
- ¡Por supuesto! ¿Cómo va a pagar? ¿Efectivo? ¿Tarjeta?
Pero, a causa de la emoción, yo ya había salido del local.
- Así que usted es creáloga- dije.
- Eso es- respondió.
- ¿Hay muchas?
- Hasta donde sé, sólo una, la única, que soy yo. Al menos en España.
- Comprendo. ¿Y en qué consiste su invento?
- No es un invento- protestó.
- ¿Cómo lo definiría?
- Es un trabajo.
- De acuerdo. Un trabajo.
- Sirve para modernizar el idioma.
- ¡Qué interesante!
- Me dedico a crear palabras.
- ¿Podría darme un ejemplo?
- ¡Claro! ¿Cómo se llama?
- ¿Yo? Germán.
- Muy bien. Pues en su honor he creado “menrag”. Se habrá dado cuenta de que esa palabra está formada con las mismas letras de su nombre.
- Sí- respondí- ¿Y qué es un “menrag”?
- Ese es el paso siguiente.
Se concentró y de un salto se encaramó a la pared. Logró dar dos pasos antes de saltar. Cuando cayó, estaba exhausta.
- ¿Le parece que esta acción tiene nombre?
- Yo diría que no- contesté.
- Entonces- continuó, ufana- Esto que me ha visto hacer, y que puede repetir usted mismo si lo desea, es un “menrag”.
- ¿En serio? ¿Ha creado esa palabra para mí?
- ¡Por supuesto! ¿Cómo va a pagar? ¿Efectivo? ¿Tarjeta?
Pero, a causa de la emoción, yo ya había salido del local.
miércoles, 30 de mayo de 2012
¡Caramelo!
En otra ocasión hubiera dicho "mesa" pero le salió "caramelo". No era consciente. Simplemente sus labios no lograban decir lo que deseaba.
-Quería un caramelo- repitió. Y el vendedor no supo qué contestar.
-¿Un caramelo?
-Un caramelo de madera, con cuatro patas de madera y una base de madera, firme y cómoda, para comer.
-Quiere decir una mesa.
-Eso es. Un caramelo.
-¿Una mesa o un caramelo?
-Un caramelo de cuatro patas, ya se lo he dicho.
El vendedor, confuso, llamó a un superior.
-¿Qué ocurre?
-No lo sé. Pide cosas confusas.
-Yo le atenderé- dijo el superior, y añadió con sorna- Observe y aprenda ¿Qué desea?
-Un caramelo.
-De acuerdo. Un caramelo. ¿Ha visto alguno que le guste?
-Este de aquí. ¿Cuántos caramelos cuesta?
-Mil ciento cincuenta.
-Son muchos caramelos ¿no?
-Tenga en cuenta- replicó el superior- que se trata de un caramelo de muchos sabores.
-No entiendo lo que dice.
-Tampoco yo, pero le contesto.
El comprador, que era incapaz de pensar en otra palabra, comenzó a repetir.
-Caramelo, caramelo, caramelo...
Y el superior, con una mueca de burla, respondía:
-Cara melón, cara melón, cara melón.
-Caramelo. Caramelo. Caramelo.
Continuaba el comprador, mientras se embrutecía de tal modo que soltó un puñetazo sobre la nariz del susperior y lo tumbó en el suelo.
Diez días más tarde, ya ante el juez, sólo pudo decir "caramelo". Palabra que repitió, según comentarios de un testigo, ciento cincuenta y ocho veces. Al fin, el juez, harto del vocablo en cuestión, le amenazó con tantos años de cárcel como veces repitiera esa palabra ante él. El hombre, asustado, recuperó la lengua.
-¡Mesa! Eso quería decir: Mesa. ¡Mesa! Y solamente mesa. No caramelo, sino mesa.
Y quedó en libertad, después de un año.
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domingo, 6 de mayo de 2012
El Duende de las Arenas 1 (Teatro Breve)
La acción transcurre en la calle. Hay una figura de mujer en
el escenario cubierta por una tela blanca. Entra el duende, ligero, cantando.
DUENDE.- La ley eterna, de la, de la naturaleza, no me
podrá, no me podrá, doblegar (Corre por el escenario y está a punto de chocar
con la figura) Señora, usted disculpe. (Se acerca) ¡Oh, vaya, es una estatua!
De alguna princesa antigua debe de ser (Lee) Pues no, “Homenaje... homenaje a
Soledad Sánchez Solá”. Pues vaya, y sí que está sola. (Piensa con picardía y
chasquea los dedos, la figura cambia de posición) ¡Ay, ahora sí que tienes
vida, chiquilla! (Baila con la mujer en círculo. Al acabar quita de un golpe la
tela y aparece la mujer. El duende, indiferente a ella, se coloca la tela sobre
la cabeza) Ahora soy visible, ahora invisible. He doblegado yo a la eterna ley
de la naturaleza. Veamos, por ejemplo, cómo me ven los demás. Perdona, tú que
me ves ¿qué es lo que ves?
CHICA.- ¿Me preguntas
a mí?
DUENDE.- Claro, muchacha, a quién le voy a preguntar que
tenga unos ojos tan negros, unos labios tan suaves y una boca tan... tan...
tanto da, que no es de ti de quien quiero hablar. Dime, ¿cómo me ves? (La mujer
no lo entiende) Es decir, me ves por completo ¿no? (Ella asiente) ¿Y ahora? (Se
coloca el saco sobre la cabeza y avanza con las manos por delante) ¿Y ahora?
Ahora no dices nada ¿nada tienes que decir? ¿Soy o no soy un ser diminuto, sin
cabeza y sin vida? (Se quita el saco) Pero di algo, ¿por qué no dices nada?
CHICA.- ¿Quién eres?
DUENDE.- La ceniza de un payaso soplada por un marinero ¿Te
gusta el agua?
CHICA.- ¿En forma de lluvia? ¿En forma de nieve? ¿De hielo?
¿De escarcha?
DUENDE.- Yo tengo que saberlo todo ¿Amas a alguien? ¿Tienes
el corazón vacío? ¿Y los riñones? ¿Tienes vacíos los riñones? Yo con un pulmón
me conformo, el derecho si puede ser.
CHICA.- ¿Para qué quieres un pulmón?
DUENDE.- Para jugar con sus huellas ¿Sabes volar? ¿No? ¿No
sabes volar? ¿Ni siquiera con el pensamiento? Yo podría ayudarte. Si chasqueo
los dedos cualquier cosa que desee se cumplirá.
Chica.- ¿Sí?
DUENDE.- Sí, pero no vale la pena, casi nunca chasqueo los
dedos.
Chica.- ¿Podrías hacer algo por mí?
DUENDE.- Hacer o no hacer, no entiendo la diferencia. No
conozco a nadie por quién valga la pena hacer algo.
CHICA.- Eso es muy triste.
DUENDE.- (Sorprendido) ¿Triste? La niebla es triste, ¿y
quién se queja?
CHICA.- Los amargados.
DUENDE.- ¿Tú estás amargada? Espera cien años, y me
respondes.
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jueves, 15 de marzo de 2012
Descendió Mi Voz
Descendió mi voz.
Primero, en la montaña.
Después, en la acequia.
Más tarde bajó del barro
Al interior de la tierra.
Y ahora...
Ahora moja
La raíz de las cebollas.
Primero, en la montaña.
Después, en la acequia.
Más tarde bajó del barro
Al interior de la tierra.
Y ahora...
Ahora moja
La raíz de las cebollas.
jueves, 1 de marzo de 2012
Sal y Arena
Vivir es morir contigo.
Morir es sentir tus labios
Alejados de los míos.
Junto con mi voz te traigo
Sal y arena envenenada
Porque nunca me haces caso.
Eres lumbre, eres agua,
Yo rescoldo entre ceniza
Que refuerzas con tus alas.
Si te siento, ya deprisa,
Te desnudo en cada carne
Y te lavo con saliva.
Te diluyes en el aire
Te despido, y con sigilo
Por tu cuerpo va mi sangre.
Morir es sentir tus labios
Alejados de los míos.
Junto con mi voz te traigo
Sal y arena envenenada
Porque nunca me haces caso.
Eres lumbre, eres agua,
Yo rescoldo entre ceniza
Que refuerzas con tus alas.
Si te siento, ya deprisa,
Te desnudo en cada carne
Y te lavo con saliva.
Te diluyes en el aire
Te despido, y con sigilo
Por tu cuerpo va mi sangre.
jueves, 2 de febrero de 2012
De Cómo me Convertí en Diccionario (Fragmento del monólogo)
Entonces conocí al sabio. Llevaba tiempo mirado mis uñas, tan rectas, y se acercó. Yo lo miré, aún no lo admiraba, porque aún no sabía que era sabio. Tres frases dijo, y las tres acertó. La primera: no querrá usted un cortauñas, aunque para qué, añadió, si luego crecen. Y no querrá usted un reloj de marca, aunque para qué, si seguirá llegando tarde. Y no querrá, imagino, unas gafas de sol de lujo, quiero decir unas gafas de lujo para recibir el sol, aunque para qué, ahora que estamos en febrero. Lo miré como hubiese mirado a Dios al otro lado de un paso de peatones. Después lo invité a mullir una de las sillas que se encontraban a mi alrededor. No quiso bebida, le bastaba con hablar. ¿Se ha dado cuenta, decía, de que ocho de cada diez kilogramos de materia que hay en el mundo, no son suyos? Es más- añadió- tal vez los otros dos tampoco, pero eso es cosa de la metafísica, y no quiero entrar en tema tan complejo. Sacó la lengua para humedecer los labios, lentamente, primero el de arriba y después el de abajo. Le propuse pedir un vaso de agua. ¿El agua? El agua, amigo mío, no existe, es una ilusión, una quimera. Si existiera caería hacia otros planetas, sin control, y no es así. El agua es un invento, y sé quienes la han inventado: los que defienden, absurdamente y sin pruebas, que la tierra es redonda. Pues no, no lo es, y para comprobarlo basta con tomar una ruta en línea recta. Tarde o temprano caes al vacío, o sea al agua, que es también el vacío. Le pregunté, escuchad, le pregunté por qué no se puede respirar debajo del agua. ¿Cómo no puedes? Claro que puedes, es cuestión de fe. Si tienes fe respiras, y eso hacen los peces. Ahora, si tienes miedo, te ahogarás, no hay más qué decir. ¿Era o no era un sabio? Pedí un poco de agua antes que se relamiese de nuevo. El mundo se arregla enseguida- me dijo-, y si aún no se ha arreglado ha sido por negligencia, no por falta de interés. Según mis entendimientos, hay dos tipos de solución. La primera, el reparto de riqueza, que jamás se ha de conseguir. Ah, no, no, no se conseguirá jamás, ya se lo digo yo, antes se vuelve mariposa un gusano a que eso ocurra. Pero luego está la otra, la segunda opción, que es el reparto de pobreza, y ese es más sencillo. Que si tú me das parte de tu pobreza, y yo te doy parte de la mía, hasta que sean iguales, el mundo se arregla solo. Me levanté para irme. El sol, como yema de huevo reseco, ahogaba de luz mis retinas. El sabio, que se había quedado sentado, hablaba arrastrando las erres, que iban perforando el suelo.
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domingo, 8 de enero de 2012
Las Gachas (Fragmento Teatral)
Saca del bolsillo un mapa que despliega encima de la mesa. Partes del mapa caen a cada lado.
Rosa.- ¡Qué mapa tan extraño! ¿Usted lo entiende?
Elvira.- ¿Lo dice por los círculos? Los dibujé esta mañana.
Rosa.- ¿Se aburría?
Elvira.- ¡Toma! ¡Qué va! Los círculos me sirven para guiarme. Si mi marido ha conocido a otra mujer tiene que ser entre el círculo rojo y el círculo verde. Más allá del círculo verde no puede ser, porque hay más de dos kilómetros desde su trabajo, y él nunca ha sido de hacer ejercicio.
Rosa.- ¿Y dentro del círculo rojo?
Elvira.- ¡Tampoco! Demasiado cerca de su trabajo. No se arriesgaría.
Rosa.- ¿Y el círculo negro?
Elvira.- Es una mancha del café de esta mañana. Ahí no busque.
Rosa.- ¡Qué mapa tan extraño! ¿Usted lo entiende?
Elvira.- ¿Lo dice por los círculos? Los dibujé esta mañana.
Rosa.- ¿Se aburría?
Elvira.- ¡Toma! ¡Qué va! Los círculos me sirven para guiarme. Si mi marido ha conocido a otra mujer tiene que ser entre el círculo rojo y el círculo verde. Más allá del círculo verde no puede ser, porque hay más de dos kilómetros desde su trabajo, y él nunca ha sido de hacer ejercicio.
Rosa.- ¿Y dentro del círculo rojo?
Elvira.- ¡Tampoco! Demasiado cerca de su trabajo. No se arriesgaría.
Rosa.- ¿Y el círculo negro?
Elvira.- Es una mancha del café de esta mañana. Ahí no busque.
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