Arrugué la hoja y la tiré a una papelera. Al golpear el metal sonó como una campana. Se acercó un camarero para hablar conmigo.
-Deutsch?
-No- respondí con una sonrisa en cursiva- no soy alemán.
-Eso no es verdad- dijo él- tiene acento de Baviera.
Yo, que nunca había estado en Baviera, no me atreví a contradecirle.
-Además- añadió- se mueve como un bávaro.
-¿Es posible- pregunté- que sea Bávaro y nunca me haya dado cuenta?
-También es posible- razonó- que no lo sea, y nunca se haya dado cuenta.
-Y ahora ¿qué hacemos?
-Está de suerte. Tenemos codillo con chucrut. Usted lo prueba- sugirió- y si le agrada es que es un verdadero bávaro.
Acepté. El camarero se empeñó en colgarme una servilleta del cuello, después se alejó. Cuando volvió lo hizo con una generosa fuente de codillo. La carne, de un olor delicioso, ahumaba mi pelo. Sonreí.
-La típica sonrisa bávara- dijo, y se quedó pensativo- ¡Humm! O tal vez sajona.
Degusté el codillo con verdadero placer. Ya no había dudas, su sabor me trasladaba a otro mundo. Eran mis antepasados, con las papilas gustativas erectas, los que rechupeteaban el hueso por mí.
El camarero vino a servirme un poco más de chucrut.
-¡Halt!- dije- ya estoy lleno.
Era mi primera palabra en alemán, y ni siquiera sabía su significado. El camarero, satisfecho de su intuición, me daba palmaditas en la espalda.
-¿Desea algo más?
-Die rechnung!
-¿Perdone?
-Ah, disculpe, que usted no es bávaro. ¡La cuenta!
Mola Moi! Queremos más!
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