Decidió que así era. De hecho había encargado unas cartulinas blancas, en las que, protegido por un rectángulo negro, podía leerse su nombre, y, debajo, subrayada, esa palabra: “creáloga”. Me enseñaron la tarjeta; no recuerdo quién, tal vez sea por culpa de la edad. Sorprendido, fui a verla. Había alquilado un local pequeño, en la Gran Vía.
- Así que usted es creáloga- dije.
- Eso es- respondió.
- ¿Hay muchas?
- Hasta donde sé, sólo una, la única, que soy yo. Al menos en España.
- Comprendo. ¿Y en qué consiste su invento?
- No es un invento- protestó.
- ¿Cómo lo definiría?
- Es un trabajo.
- De acuerdo. Un trabajo.
- Sirve para modernizar el idioma.
- ¡Qué interesante!
- Me dedico a crear palabras.
- ¿Podría darme un ejemplo?
- ¡Claro! ¿Cómo se llama?
- ¿Yo? Germán.
- Muy bien. Pues en su honor he creado “menrag”. Se habrá dado cuenta de que esa palabra está formada con las mismas letras de su nombre.
- Sí- respondí- ¿Y qué es un “menrag”?
- Ese es el paso siguiente.
Se concentró y de un salto se encaramó a la pared. Logró dar dos pasos antes de saltar. Cuando cayó, estaba exhausta.
- ¿Le parece que esta acción tiene nombre?
- Yo diría que no- contesté.
- Entonces- continuó, ufana- Esto que me ha visto hacer, y que puede repetir usted mismo si lo desea, es un “menrag”.
- ¿En serio? ¿Ha creado esa palabra para mí?
- ¡Por supuesto! ¿Cómo va a pagar? ¿Efectivo? ¿Tarjeta?
Pero, a causa de la emoción, yo ya había salido del local.
miércoles, 11 de julio de 2012
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