viernes, 29 de abril de 2011

Desierta

Una tormenta leve de polvo y pelo
con restos de ceniza, todo en el suelo.
Canela, clavo, aromas de una mujer,
Que marcha con la certeza de no volver.
El eco emite un canto que suena a vida,
Palabras que se confunden con despedidas.


Y un tango
Que se repite de cuando en cuando.
Y un verso
Que toma forma de los recuerdos.
Y un libro
Que no recuerda que hay mil caminos.


La tarde, de luz pintada, que tanto brilla,
Confunde su azul celeste con tu bombilla.
Las llaves ya no resuenan junto a la puerta.
La casa sin tus pisadas quedó desierta.
Solita, sin voz ni lumbre quedó tu alcoba,
El pelo robó a los muebles su ayer caoba.

miércoles, 20 de abril de 2011

La Noia (Fragmento)

Sergio.- Observa este vaso, lo voy a colocar al borde de la mesa. Dentro de unos instantes lo lanzaré al suelo. Haré un esfuerzo, aun cuando no creo en dios, y le pediré que el vaso se rompa. Tú, que sí crees, le pedirás que el vaso quede intacto, para no tener que recoger los restos.
Rosa.- (Deja los libros) ¿Y eso qué prueba?
Sergio.- Tal vez, nada. Pero en el momento de caer, puesto que hemos pedido cosas opuestas, la divinidad sólo puede satisfacer a uno de los dos. Y será a ti, que eres creyente. Pero ¿y si el vaso se partiese, como deseo yo? ¿Sería posible que dios te ignorase e hiciese caso a un ateo?
Rosa.- La prueba es absurda. Desde esa altura el vaso se va a romper en pedazos. Es cuestión de física, no de fe.
Sergio.- Puede ser... En ese caso, seré yo el que pida que no se quiebre. ¿Te parece bien? (Rosa asiente) Voy a lanzar el vaso (lo coloca justo en el extremo de la mesa) Toda la metafísica del mundo está resumida en este acto. Si el vaso se rompe, como es lógico que ocurra, tú ganarás y, quién sabe, tal vez me convierta en sacerdote y vaya por el mundo cantando mis alabanzas al señor. Pero si no se rompe... entonces, dios se habría olvidado de ti, para darme a mí la razón, a aquel que le niega por encima de todas las cosas. Pero dios no haría eso, ¿no?, jamás ayudaría a un ateo. Por tanto, si gano, es que dios no existe. (según ha ido hablando ha rodeado la mesa y se encuentra inclinado ante Rosa, a la que coge de las manos)
Rosa.- Usted sólo habla. Desde que he llegado no ha hecho nada más que escupir palabras sin sentido. ¿No tiene otra cosa que hacer?
Sergio.- Pues no. Me gusta hablar. Aunque sea conmigo mismo. Te sorprendería saber toda la actividad que tiene mi cerebro.
Rosa.- Usted es... muy extraño.
Sergio.- ¿Raro? Tal vez. Mi vida está sometida al conocimiento. Todo lo que hago se podría resumir en dos palabras: necesito saber. Y el saber me consume.
Rosa.- ¿Y no es mejor vivir ignorándolo todo?
Sergio.- Tal vez, pero no puedo. Me dedico a inventar preguntas para poder cuestionarme las respuestas. Es entretenido, aunque a veces triste.
Rosa.- Como esta historia del vaso y dios.
Sergio.- ¿Por qué? (vuelve hacia la mesa, actúa como un payaso) No es triste. Aquí está el vaso, ahí el suelo, dios entre ambos, pues para eso decís que está en todas partes. El vaso debería romperse (lo empuja un poco más) pero tal vez no lo haga. La humanidad está pendiente de este instante (otro toque al vaso) aún no cae, parece que a dios no le gusta este juego, y no quiere ver su final. ¿Qué ocurriría si él lo levantase en el aire? ¿Qué opinas?
Rosa.- No lo  hará.
Sergio.- ¿Y si lo hiciera? Eso sería un milagro. En ese caso yo debería andar a cuatro patas durante cuatro años, como penitencia. Veamos, que llega el momento... la respuesta es...
(Lanza el vaso, que cae y no se rompe. Rosa lo mira con angustia, después observa la cara de Sergio. Éste ríe abiertamente)
Sergio.- Venció el ateo.
Rosa.- (con rabia) Esto no prueba nada.

miércoles, 13 de abril de 2011

Benito (fragmento)

Unos zapatos negros, puntiagudos, embadurnados de betún, y unos pantalones lisos, oscuros como la noche, con una raya perfecta e indestructible. Entre los dedos, un paraguas, también negro, de madera, robusto y con una pieza de metal cubriendo la punta. Una camisa blanca con una chaqueta negra, todo perfecto, sin una arruga, con la misma forma que tenía en la tienda al ser adquirido. La barbilla caída, los brazos se dejaban arrastrar, pero los pies, al contrario, parecían querer indicar: aquí estoy yo, el más elegante de los hombres. Y el gesto huraño añadía, para tristeza de Benito: y el más aburrido.
Había escapado del pueblo, asfixiado, para vivir donde nadie le conociese. No tenía dinero ni oficio, pero no tardó en aprender lo suficiente para abrir un negocio. Visitó todas las empresas de la ciudad, calculó cual de ellas le podía dar más beneficio, y al fin se decidió a abrir un taller de coches. Como no sabía de automóviles, visitó los talleres que había hasta que logró convencer a tres personas para que se fuesen con él. Bastó con ofrecerles un sueldo mayor, además de un porcentaje en los beneficios de la empresa. Entre los cuatro la inscribieron en el registro cuando aún no tenían un local en el que trabajar. Diez días antes Benito se había casado con una muchacha rubia llamada Felisa, a la que había conocido en una sala de teatro, mientras veían una comedia de Genet. Ella, escandalizada, se había levantado poco después de alzarse el telón, y se había encarado con los actores.
-Esta obra no vale nada. es vulgar e incómoda.
El director, que estaba entre bastidores, bajó al patio de butacas.
- El arte siempre es polémico en sus inicios.
- ¡Bobadas! Muñoz Seca escribía unas comedias muy divertidas, sin necesidad de tanto... vulgarismo.
- Muñoz Seca no era un gran escritor...
- ¡Ay, ay, ay, ay! Lo que ha dicho, lo que ha dicho...
Benito, que también se estaba aburriendo con tanta criada, se levantó de su butaca, para sorpresa del público, que no comprendía si aquel diálogo formaba parte de la escena o no, y que ante la duda, no se atrevía a abuchear.
- La señora tiene razón...
Felisa le miró con curiosidad, después sonrió.
- Señorita- corrigió con un gesto coqueto.
- La señorita tiene razón. Esta historia es aburrida. No hay persecuciones, ni muertes, ni frases ingeniosas. Desde que llegué, tan sólo bostezo.
- Entonces salgan del teatro- dijo una de las criadas sobre el escenario.
- Si no les gusta ¿por qué se quedan?- dijo la otra.
- Será lo mejor- respondió Felisa, y guiñando un ojo a Benito, agregó- ¿Nos vamos?
- ¡Por supuesto!- dijo éste. Ella le cogió del brazo y abandonaron lentamente la sala. El público, cuando les vio salir, ya convencido de que eran parte de la obra, rompió a aplaudir.
“Y ahora ¿qué hacemos?”. Se preguntó Benito. Ignoraba que Felisa había decidido por él.
- ¿Te gusta el chocolate?- Él asintió-, justo aquí al lado hay una cafetería donde lo hacen muy bien.
El local era muy espacioso, y estaba escasamente iluminado. Todas las paredes estaban recubiertas de madera, y las columnas del centro también. Se sentaron en un rincón apartado, con una mesa estrecha. Benito de espaldas a la barra. Pero veía a través de un espejo de la pared, todo lo que ocurría a su alrededor. Tosió, se alegró de su suerte, y miró a la mujer a los ojos. Entonces se presentó. Después no supo qué debía decir.
- No creerá- dijo ella, que parecía tener todo previsto- que traigo aquí a mucha gente.
Benito observó a través del espejo que tenía Felisa. En efecto: los camareros miraban con curiosidad hacia su mesa y susurraban entre ellos.
- Lo imagino- dijo, aparentando indiferencia.
Un camarero se acercó con dos chocolates y dos ensaimadas. Felisa sonrió.
- ¿Cómo sabe lo que vamos a tomar?
- He venido aquí todos los días durante los últimos... doce, no, trece años. ¿No le parece que es tiempo suficiente? Para mí- agregó- la felicidad consiste en estas pequeñas cosas. Un paseo, un chocolate, una excursión al campo, la compañía de una persona agradable...
Rozó por casualidad la mano de Benito, entonces retiró la suya.
- ¡Perdón!- dijo azorada- tal vez le he molestado.
- No, no, por favor. Puede volver a tocarme si quiere- dijo él, sonriendo, y se arrepintió de haber dicho una frase tan estúpida. Bajó la cabeza, avergonzado, pero ella no se dio cuenta.
- ¡Qué pensará de mí! Le traigo aquí, le obligo a mi compañía, y tal vez usted preferiría estar en cualquier otra parte.
Benito intentó negar, pero ella no estaba dispuesta a dejarle hablar. Acarició con las uñas los dedos de él y sonrió.
- Yo ya no soy joven... ni hermosa. Déjeme hablar. Había pensado en pasar el resto de mi vida en soledad. Los hombres de ahora no me interesan. Son unos egoístas. Sí, unos egoístas, que sólo piensan en sí mismos. Pero entonces te vi, allí, en el teatro, dispuesto a defenderme de esos...
Parecía no encontrar la palabra. Movía los brazos, agitaba las manos, cerraba los puños, y esperaba a que Benito terminase de una vez la frase.
- Actores- dijo éste al fin, cuando comprendió que tenía que decir algo.
- ¿Vio cómo me trataron por decir las cosas como son? ¡Ah, víboras! Sabía que la obra era muy mala.
- ¿Antes de comprar la entrada?
- Sí.
- ¿Entonces por qué la compraste?
- Para desenmascararles. Alguien tenía que protestar contra ese teatro degenerado y pornográfico.
- ¿Y has pagado... para eso? Quiero decir, la entrada cuesta dinero...
- Sí, pero yo...- hizo una pausa y respiró hondo, después sonrió- no tengo ningún problema de dinero.
- ¿No? Pues entonces podría proponerte...
- ¿El qué?- dijo ella, sin dejar de sonreír.
- Un negocio. Voy a montar un taller de coches.
- ¿Un negocio?
- Sí.
Felisa se tornó seria y arqueó las manos con rabia.
- Chupa el chocolate- dijo- se está enfriando.
Los camareros iban y venían con las bandejas repletas de bebida. Uno de ellos se acercó a la mesa que Benito tenía a su espalda. En ella tres chicas y dos chicos reían y jugaban con una baraja.
- Está prohibido jugar a las cartas.
- ¿En serio?- Preguntó el muchacho que estaba repartiendo.
- Sí.
El camarero se alejó. Los chicos protestaron.
- Me da igual lo que diga- dijo el muchacho, y siguió barajando.
- ¿Y si nos echan?
- Hemos pagado por usar una mesa, si quiere echarnos que nos devuelva el dinero. Voy a hacer un truco de magia. Coge una carta.
La chica de su izquierda cogió la carta. Vista desde el espejo parecía pelirroja, pero podía ser un efecto de la escasa luz. Volvió a colocar la carta y barajó tanto como pudo.
- ¿Quieres ser un gran empresario?- Preguntó Felisa, preocupada porque Benito estaba distraído intentando adivinar el truco.
- ¡Oh, no!- dijo éste, sin dejar de mirar el espejo-. Un pequeño negocio es suficiente.
- ¿Y si tuvieras tanto dinero que no necesitaras el negocio?- respondió ella con una sonrisa.
- En ese caso...
El chico se declaró incapaz de acertar la carta, lo que provocó un grito de júbilo de la chica pelirroja. Eso distrajo a Benito, que olvidó acabar la frase.
- ¿En ese caso?- repitió Felisa, molesta.
- No soplaste sobre las cartas ¿verdad?- La chica negó-. Sopla, sopla...
- Prefiero tener un... montar una empresa... algo que sea mío- respondió Benito.
- Añoras tu juventud.
La chica sopló sobre las cartas. Protestaba entre risas, porque le parecía que aquel gesto estúpido no podía servir para nada.
- ¿Eh? No, no. La juventud es absurda. Se hacen cosas que no tienen sentido, al contrario: es una enfermedad de la que estoy vacunado.
Felisa sonrió y alargó su mano hasta tocar con los dedos la piel y las arrugas de la mano de Benito. Acarició con suavidad, agitando las yemas con un ritmo suave y delicado. Después retiró la mano hasta su pecho. Allí respiró profundamente y fue deslizando la palma hasta que cayó sobre el abdomen, de ahí la llevó a las piernas, y se perdió entre la oscuridad y la mesa.
- Me gusta estar aquí, contigo, tocarte, sentir que tienes una piel hermosa, tal vez te parezca que nada de lo que digo tiene valor...
- Lo tiene- respondió él, dilatando las pupilas mientras la observaba bajo el efecto de otra luz.
- No soy una de esas chicas bonitas que...
- Discrepo. Tienes una belleza extraña. No sé si es la luz, o el chocolate, pero te veo tan...
- ¡No puede ser! ¡No es posible!- gritó la pelirroja mientras observaba en la mesa aquella carta que ella misma había elegido.
Benito sonrió. ¿Cómo lo habría hecho? Había mirado las manos del muchacho desde que comenzara el truco, y no había hecho nada especial... entonces miró a Felisa de nuevo, tan bella en ese instante, tan dulce, y le pareció que tal vez la había estado buscando durante años. O tal vez nunca la había imaginado, pero quería estar en sus brazos, comprobar si podía tratarle con el mismo cariño que había recibido, en su infancia, de la madre muerta. Creyó que ella tenía lo que buscaba, aunque nunca se había planteado que buscara algo. Por un instante olvidó la imagen de aquella muchacha que dejó olvidada en el pueblo, la chica que nunca le quiso, y que jamás se había dignado a devolverle una sonrisa o una caricia; ni siquiera- pensó ensorbecido en los ojos de Felisa- podía recordar su nombre, ¿o sí?, tal vez Andrea, sí, Andrea Somolinos, pero ¿qué importaba ahora? Aquella mujer podía devolverle unos años que sentía perdidos. Entonces, acabó la frase.
- Te veo tan hermosa, tan sencilla, tan... agradable.
Mezclaron las manos sobre la mesa. Confundidos el tacto y el olor ya no sabían dónde acababa uno y empezaba el otro. La fusión, tan natural, provocó pequeñas descargas entre los músculos y el corazón. Los ojos, también, veían de otro modo a quien al entrar, era casi indiferente.
- No me gustan las sorpresas- dijo Felisa mientras aplastaba las falanges de Benito-. Si una persona me quiere debe entregarse a mí por completo. Porque hay hombres que te hacen creer que te aman, pero en realidad observas que están mirando a otras, y eso es muy desagradable. ¿Sabes lo que haría si un hombre me hace eso? Le diría: por ahí te pudras, que no mereces la pena ¿entendido?
- Pienso lo mismo.
- Exijo mucho, porque también entrego mucho. Tengo tanto amor acumulado que dar, tantos besos, tanta energía...  lo que no quiero es derrocharla o entregarla a quien no la merece. Debe ser duro ver cómo pisotean tus sueños, como aquel que te amaba marcha con otra, no, no quiero vivirlo.
- ¿Otra carta? Como quieras, pero creo que he aprendido el truco. Espera... ésta. Gírate, anda, que si no la vas a ver, y entonces... ¿dónde estaría la gracia? ¿Puedo barajar yo misma?
Benito observó el juego con indiferencia. ¿Qué podía importarle, ahora, la habilidad de aquel muchacho? En su mesa se estaba decidiendo su futuro.
- Tampoco yo quisiera vivirlo.
- Tengo una casa en el centro, junto a la Plaza Mayor, creo que te gustaría. No es grande,  pero tiene dos habitaciones y una sala libre, en la que nunca he sabido qué poner. Sería ideal como biblioteca para alguien que gustase de leer libros.
- No me gusta leer- respondió él- ¿para qué sirve la literatura? Es sólo un pasatiempo, la diversión de los débiles y los soñadores. Nunca he conocido a nadie a quien le haya cambiado la vida una novela. Por  mi parte prefiero actuar que pensar.
Felisa frunció el ceño.
- Pero no pienses que soy un inculto. Cada mañana compro el periódico para interesarme por los asuntos del país.
- Un periódico, una copa y un sillón confortable.
- No imagino nada mejor- respondió él, mientras miraba al chico extrayendo tres cartas de la baraja.
- Una de estas tres cartas es la que elegiste. Necesito un voluntario que me diga un número. Pero que tenga cuidado, porque si se equivoca el juego habrá fracasado. Vamos, un número, no es tan difícil. Es cuestión de concentrarse.
- Sí, pero qué tipo de número, ¿del uno al diez?- preguntó la pelirroja.
- Por ejemplo. Vale, del uno al diez, pero tú no puedes participar, que parecería que estamos compinchados. Vamos, un número del  uno al diez, quién  se lanza a decir un número...
- ¡El siete!
El chico levantó la vista con sorpresa y miró a Benito, que estaba girado sobre la silla.
- ¿Perdone?
- El siete.
- No le entiendo.
- ¿Pedías un número, no? Pues yo digo el siete.
El chico se sentía confuso.
- ¿Qué ocurre?- Preguntó una de las chicas-. ¿El siete estropea el truco?
- No, no.
Fue señalando las cartas con el dedo mientras iba contando.
- Un, dos, tres,  volvemos a empezar, cuatro, cinco, seis, empezamos de nuevo, y siete. Esta es la carta elegida. Se trata del... ¿seis de oros?
- ¡No puede ser!
Benito se giró hacia Felisa.
- No sé cómo lo ha hecho, pero ha acertado.
- Compraremos muchas, cientos de barajas- dijo ella.
- ¿Por qué? ¿Para qué?
Felisa se levantó para ir al baño. Benito se giró de nuevo para hablar con el mago.
- Hazme el truco.
- ¿Perdona?
-Que me hagas el truco.
-No sé hacer ningún truco.
- Si te he visto.
- Era una broma... para ella- se defendió el muchacho.
- Escucha- dijo Benito y se acercó más al chico-. Nunca he tenido habilidad con las manos. Debe de ser hermoso engañar a la mente como tú lo haces.
- No soy mago, no sé engañar a la mente- protestó el muchacho.
- He visto estos trucos centenares de veces, pero nunca he comprendido dónde está el misterio. Algunos dicen que basta con dar la vuelta a la baraja, o tener una segunda preparada, pero creo que no es suficiente. Tal vez las cartas estén colocadas de una determinada manera, o tal vez todas sean la misma. ¡Qué importa! Deja que elija una carta.
- No la adivinaré. No sé cómo se hace- protestó de nuevo el muchacho.
Benito alzó los hombros, observó el mazo y sintió ganas de coger una de las cartas.
-¿Qué carta he cogido?- preguntó con una sonrisa casi infantil.
- ¡Qué sé yo!- dijo el chico, molesto- ¿el seis de oros?
Dio la vuelta a la carta, lentamente, y mostró el seis de oros. Se iluminó su cara como ante un milagro.
- Es increíble. ¿Cómo lo has adivinado?
- Bueno, fue sencillo, era la carta que había elegido ella, y la habíamos puesto encima de las demás.
- Nos vamos- dijo Felisa, que llegaba en ese instante, y cogió a Benito del brazo. Éste se dejó arrastrar.